domingo, 19 de octubre de 2014

Las filas del hambre

El hambre arruga el estómago. Produce un pinchazo agudo que se clava en las entrañas mientras gime con insistencia reclamando su presa. El hambre no suele hacer distinciones inútiles. Hombres, mujeres, niños y niñas, animales. Al principio las molestias son vagos recuerdos de un hábito olvidado. Con el tiempo, esa melancolía se convierte en un dolor que se clava profundo y ancho. Sujeta con fiereza los intestinos y los retuerce hasta su último jugo. Exprime los músculos y sólo deja huesos blancos. Los ojos se pierden para siempre en sus cuencas y por un agujero negro y oscuro se asoma el abismo absoluto de la derrota. 

El hambre no es anarquía. No obedece a ninguna regla del caos que trate de armonizar los elementos y los no - elementos del universo estúpido que nos ha tocado vivir. Tan estúpido e incoherente que dicen que es infinito. El hambre también lo es. Se puede prolongar y prolongar durante metros y metros... Llega a alcanzar kilómetros y rodea toda la geografía. Se expande como una temible y ciega mancha de aceite que engulle a sus víctimas y las consume mientras se regodea relamiéndose y apurando los restos putrefactos. Nada escapa al hambre, ni los muertos. 

El hambre se ordena en filas. Miles de rostros uniformados según diferentes categorías. Ojos asustados que enseñan sus pequeños brazos tatuados esperando su turno para ser recibidos por el señor hambre. Seres famélicos, una horda desarrapada atrapada en el infierno del hambre.

Mientras, el fracaso pasa lista al número interminable y creciente de los fieles hambrientos. Todos acuden a la llamada del hambre. Las migajas se convierten en suficiente reclamo. Sólo exige un pulcro orden que determina una larga y tediosa fila. En ese espacio irreal y prolongado, cada uno debe ocupar pacientemente su lugar apropiado. De acuerdo a su disponibilidad de tiempo, de acuerdo a la conciencia, y según el hambre apriete, cada uno recibirá su recompensa en forma de alimentos hipervitaminados y enlatados, imperecederos y proteínicos. Comida deshidratada y embolsada pulcramente, con la minuciosidad del cirujano, con la exactitud del relojero, del contable estadístico que desde una altura ciega decide la cantidad básica de calorías que debe asegurar la mínima existencia de un ser humano. 

La fila se prolonga y se extiende. Surge de las mismas entrañas del infierno que parece haber querido vomitar toda aquella escoria invisible. La muchedumbre, debidamente ordenada bajo unas leyes no escritas, se arremolina contra la pared. Sus miradas se pierdan y evitan a los testigos incómodos. Nadie quiere hacer pública su fe al hambre. 

Entre sus filas, las huestes esperan. Rostros ingrávidos que no se corresponden con las facciones humanas. Mujeres orondas y de falsa opulencia. Familias enteras de miles de vástagos desarrapados y revoltosos, ajenos al reparto de pobreza que tiene lugar delante de sus sucias narices. Borrachos de largas barbas y greñas enmarañadas. Algunos de ellos, en medio de sus sueños etílicos, se han
erigido como portavoces de la jauría de hambrientos. Sólo son capaces de emitir gemidos ahogados en vino y licores baratos de alta graduación. Otros prefieren recrearse en viejas aspiraciones abandonadas por la resignación y ordenan las filas de aquella tropa informe y demacrada. En medio, rostros llenos de ira, con miradas inyectadas en sangre, que claman venganza ante una injusticia incomprendida. Y en la mayoría de los casos, ojos perdidos y vacíos, pómulos marcados y labios resecos. Son los derrotados. El hambre les ha vencido con creces y los ha convertido en sus prisioneros. 

En una esquina, una niña estalla en sollozos y esconde su rostro contra la pared. La madre, agotada, dirige su vista hacia aquel muro convertido en testigo mudo de las lágrimas de su hija. Pasa su brazo por los delgados hombros de la chiquilla morena que se ahoga en su propio llanto. No tiene respuesta, sólo una bolsa de plástico blanco llena de miseria. 

Luis Pérez Armiño

Valencia, 3 de abril de 2014


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