sábado, 30 de agosto de 2014

Vacaciones

Sin previo aviso me despido por esta semana. La causa no es otra que, a mi juicio, unas merecidas vacaciones.

Y en este punto, a la vista de las alarmantes últimas noticias; a tenor de los recientes acontecimientos que han levantado en armas a nuestro pueblo patrio; y considerando la necesidad de contemplar con visión crítica la actual ocupación de los espacios públicos de nuestras ciudades y pueblos costeros…, solo puedo hacer una consideración: no es lo mismo el turismo de borrachera que el turismo low cost. He aquí cuatro reflexiones estúpidas sobre este novedoso y relevante acontecimiento social:

A) Considero y comprendo ambas formas de turismo. Sin embargo, para aquellos que, vistas las estrecheces económicas de la actual coyuntura, se ven obligados a convivir en infames B&B y demás estancias de mala muerte, menú diario en el mejor de los casos y vuelos hacinados en condiciones inhumanas…, no es lo mismo el turismo de borrachera que el de low cost.

B) Valoro igual de aberrante otras formas vacacionales. En general, todas se caracterizan por una exhibición impúdica de las facetas de nuestras vidas que, el resto del año, deseamos que permanezcan ocultas. Durante los inviernos, los otoños y las primaveras, la decencia se convierte en nuestra bandera; cuando el verano llega, con sus soflamas de libertad y desenfreno, oreamos todos nuestros vicios y defectos y los desenterramos. Como zombis, nos convertimos en la tragicomedia que evitamos el resto del año y sacamos a relucir nuestras orondas y blandas carnes a un sol asesino.

C) No veo diferencia entre las rubicundas nórdicas que presumen de sus rojizas voluptuosidades mientras sus caras lucen bobaliconas sonrisas llenas de alcohol, y las carnes patrias envueltas en pieles curtidas y ajadas por interminables horas de sol que se tambalean sin vergüenza con carcajadas desdentadas como banda sonora.

D) No es necesario mostrar una inteligencia superior a la media, disponer del título de la universidad más afamada en cuestiones químicas, para comprender el nuclear resultado de la fusión de las sexuadas hormonas nórdicas con las igualmente sexuadas hormonas latinas. El resultado es una implosión de proporciones épicas. Es un juego primario de caza, acoso y derribo bañado en alcohol low cost y sujeto al irrefrenable deseo que la exhibición descarada de carne propone.

Feliz final de vacaciones…

Luis Pérez Armiño

jueves, 28 de agosto de 2014

Negro ponto


Sociedad traicionera,
sociedad injusta
de falsos valores
y palabras inicuas

Sociedad del rico
y del poderoso,
sociedad febril,
incoherente y servil

Nos niegas tus versos,
nos hechiza tu descaro,
seducidos por el baile,
sucumbimos al "malvado"

Quedo advertido del beso traicionero,
ese beso de Judas,
que el impertérrito villano,
reparte con esmero

Mas siempre que llega la noche,
aparece después un alba,
monotonía y dura vida
que esclaviza con calma

Ya no somos lo que fuimos,
ni serenos lo que somos,
solo nos resta el futuro incierto,
solo quedamos nosotros

En la fragua de los sueños
los moldes están deteriorados,
ni las brasas calientan,
ni el herrero ha regresado

Solo queda la esperanza
a los más ilusionados,
de que vuelva la equidad,
al más que injusto páramo

El resto esperamos
con más o menos entereza
que la parca nos recoja
a su reino de tinieblas

Ahí encontramos al barquero,
a Caronte el anciano,
que espera su óbolo,
el pasaporte al otro lado

Con ello mueren los problemas,
las injusticias y los agravios,
pues Hades no hace distinciones
entre todos los hermanos

sábado, 23 de agosto de 2014

Diferentes iconografías de la Piedad

Y ahora que jugamos a vanagloriarnos de ser señores del tiempo no está de más recordar el pasado tan trágico que nos acompaña como una pesada sombra. Europa olvida su tránsito lleno de tragedia y dolor cuando presume de ser madre de la cultura y la razón.

La huelle indeleble de su atroz misión toma forma en multitud de símbolos. Europa ha creado todo un mundo imaginario que se ha grabado con fuerza en el imaginario colectivo. Ha generado unos iconos llenos de desesperanza, de claridad meridiana para que el receptor capte sin ruido alguno el mensaje justo y adecuado. Quizás, el escenario o los actores puedan cambiar… Pero el mensaje se repite una y otra vez, de forma machacona.

Nadie dibuja ya vigorosos bisontes en los techos de oscuras cavernas; nadie sabría trazas unas ingenuas líneas para dotar de vida a una delicada cierva. No interesan los significados mágicos ni legendarios, ni siquiera los sexuales tan primarios y humanos. Hoy solo se entiende la iconografía del dolor y el sufrimiento disfrazada de una falsa y herética piedad inundada en millones de lágrimas anónimas.

Miguel Ángel, el colérico artista, realizó una Piedad, considerada cumbre de la historia del arte, por encargo de un clérigo francés en misión diplomática ante la Santa Sede. La factura es perfecta y armoniosa. Un cuerpo masculino púdicamente desnudo que descansa con elegancia sobre el regazo de su madre. Una bella mujer que acoge a su hijo muerto con desconcertante serenidad. Sin considerar las meras cuestiones técnicas, toda la composición, de una geometría contenida y equilibrio perfecto, emana paz y tranquilidad. Su significado trasciendo todo simbolismo y nos sitúa ante un momento culminante en el relato de la fe cristiana. Más allá de todas las lecturas dogmáticas, la cruel imagen de la madre recogiendo el cadáver de su hijo queda matizada por una suavidad exigida por los principios académicos y las exigencias doctrinales. (Vaticano, 1498 – 1499)

En este caso nos encontramos ante una Piedad ausente. Ausente porque ya no hay por quien llorar. En todo caso, un rastro de huesos y algunos jirones de telas mohosas recuperadas gracias a la caridad internacional. En medio de un mar verde, una mujer se arrodilla y se protege con un paraguas. Aparece flanqueada por una hilera interminable de lápidas relucientes e impolutas. La escena culmina en un túmulo de arena, a primera vista insuficiente para poder cubrir todos los cuerpos que esperan un enterramiento digno. La tierra se convierte en un poderoso símbolo que, al mismo tiempo que oculta nuestros errores y vergüenzas, se transforma en el último reclamo de un mínimo de piedad y de decencia humana. La mujer ni siquiera llora; más bien se sume en un gesto de resignación mientras dirige la mirada al suelo. (Fotógrafo: Fehim Demir. EPA. Srebrenica, Bosnia y Herzegovina, 2009).

Un tipo de Piedad inversa. No estamos ante una madre que recoge con desesperación el cadáver de su hijo. En este caso, se trata de un hombre vestido con chaqueta militar que, agachado, abraza a su madre recostada en el suelo. El rostro de esa mujer está descompuesto por el dolor y sus ojos se hunden con rabia. Apenas a un metro de distancia se encuentra el cadáver de una joven rubia sobre un charco de sangre. Alguien ha tenido la humanidad suficiente para tapar su rostro con una chaqueta. La lectura de la imagen revela la crueldad de la escena, en la que un hijo debe consolar a su madre mientras su hermana, hija de la mujer derrumbada y vencida en brazos del hombre, yace a escasa distancia recién muerta. El hombre aparta la vista del cadáver y sujeta con un abrazo crispado a su madre. La imagen nos recuerda que nosotros hemos sido los verdugos de esa desgraciada joven a la que han cubierto la cara con una chaqueta. (Fotografía: Dimitar Dilkoff. AFP. Donetsk, Ucrania, 2014)

Luis Pérez Armiño 

sábado, 16 de agosto de 2014

Por un puñado de dólares



Don Arturo salió perplejo de la taberna. Era incapaz de entender nada. A su espalda se alejaba el rumor de los parroquianos que discutían con pasión animados por el ir y venir de las copas, las jarras y las botellas de alcohol de bajo precio y peor calidad. Don Arturo se metió las manos con fuerza en los bolsillos de su gabán y se encogió, más pequeño aún de lo que era por naturaleza, para soportar las temperaturas que en ese momento, pasada la medianoche, se encontraban bajo cero. Respiró profundamente y exhaló un tupido torrente de vaho. En sus oídos todavía resonaban las pretenciosas palabras de don Ramón.

Don Arturo se encogió de hombros mientras aceleraba su marcha por la calle empedrada. Mantenía fija la vista sobre la acera. La humedad y el frío habían convertido la calle en una pista resbaladiza y traicionera. Trataba de mantener la concentración en aquel peligroso piso, escogiendo con sumo cuidado cada uno de sus pasos. De vez en cuando, en su cabeza, el eco de las soflamas de don Ramón se repetían en la lejanía.

Don Arturo era incapaz de entender a aquel hombre viejo y gruñón. Un pretendido sabio que solía dictar sentencia con cada una de sus frases. Por muy estúpidas y sin sentido que fuesen. Pero él no era el peor. Al fin y al cabo, don Ramón era un engreído payaso que había encontrado una audiencia adecuada. Entre sus acólitos, lo más pelmazo y anodino de la ciudad. Gente de pretensiones y pocas luces que, sin embargo, se crecían arropados por el sabio, siempre supuesto, don Ramón. El viejo, de larga barba y melena de canas desaliñadas, tenía dos dedos de frente. Se sentaba en aquel andrajoso bar y esperaba las invitaciones de los parroquianos que deseaban escucharle. En unos minutos, su mesa se llenaba de café y todo tipo de licores que nunca pagaba. Para el asunto financiero, aspecto demasiado mundano de la existencia, estaban todos sus discípulos.

Don Ramón, después de tres o cuatro licores, un café y un par de cigarros, elevaba su bronca voz. Una sola palabra suya bastaba para hacer callar a todo su ávido público. Don Ramón iniciaba su discurso, tímido al principio, animándolo con tragos cada vez menos espaciados y más largos de aquel licor brumoso. Miraba con sus ojos miopes, escondidos detrás de aquellas frágiles gafas redondas, a la concurrencia embelesada con sus ocurrencias de viejo alcohólico. Su sermón, invariablemente, noche tras noche, era el mismo. Insultaba sin cesar a todos y cada uno de sus oyentes, con las palabras más malsonantes que conocía. Cada exabrupto era acompañado por los aplausos y las exclamaciones de admiración de sus espectadores. El afortunado, aquel que tenía a bien recibir el regalo envenenado de las palabras hirientes de don Ramón, se sentía el elegido por un día. Don Arturo era incapaz de comprender la estupidez de esa pobre muchedumbre que se agolpaba a los pies de don Ramón esperando sus insultos y sus golpes.

Aquella fría noche, don Arturo decidió entablar un peligroso duelo con don Ramón. Don Arturo no solía frecuentar aquella tasca ni mucho menos las tertulias que solía presidir don Ramón. Sabía del profundo odio de aquel viejo a todo aquello que pudiese significar humanidad. Don Ramón, como era costumbre, esperó hasta ver bien servida su mesa. Después de tomar rápidos dos licores para hacer frente a las inclemencias de aquel endiablado tiempo, contó lo que para él era una divertida anécdota. Trataba sobre un lejano conocido suyo que hacía tiempo que había llegado a la ciudad desde el sur buscando fortuna y gloria. Era un pintor de cierto éxito que había logrado el favor de algunas damas de bien y, por supuesto, de sus maridos que le colmaban de encargos y trabajos. Don Ramón odiaba a aquel joven que había logrado encandilar a la alta sociedad de la ciudad. No podía soportar que aquel muchacho provinciano se estuviese haciendo de oro con dedicación tan servil como la pintura.

Sin embargo, don Ramón había escuchado, de muy buena fuente, una información muy interesante. Un acaudalado magnate extranjero, de un país muy lejano, había encomendado una empresa casi irrealizable al pintor de éxito. Metros y metros de lienzos pintados con mil y una escenas. Era una tarea imposible para un solo hombre. Sin embargo, el avaricioso pintor había aceptado con alegría el trabajo. Aseguraba don Ramón que aquel rico extranjero pagaría al pintor la escalofriante suma de ¡ciento cincuenta mil dólares! (Su audiencia exclamó llena de asombro).

Una carcajada desfiguró el arrugado rostro de don Ramón. Entre su larga blanca asomó una dentadura amarilla en retirada. Su cara se volvió roja, parecía que iba a estallar. Entre lágrimas de alegría, comentaba a los que le escuchaban que era tanto trabajo el que el pintor había aceptado por esa cantidad increíble de dinero que, incapaz de responder al encargo, había sufrido una terrible enfermedad que le mató después de dos semanas de terrible agonía. Aquel pintor, al que llamaba fenicio, había muerto por su propio éxito... y don Ramón, hombre huraño que arañaba el aplauso del público por sus poemas y esperpentos, no soportaba la idea del triunfo ajeno.

En la cabeza de don Arturo todavía resonaba la carcajada cruel de don Ramón. Se levantó de su sitio y recogió su gabán, y salió a la calle. Nunca había entendido la crueldad como un espectáculo agradable. Desde la taberna, todavía se oían las palabras de don Ramón ahogadas entre sus carcajadas.

–Le mató lo que tanto amaba… ¡Qué entierren al fenicio en su plata!

Luis Pérez Armiño 



sábado, 9 de agosto de 2014

Ensayos tipológicos (3 de 3)

Habíamos dejado al museo en calidad de tipología arquitectónica que podría definir al siglo XX.

Nada más lejos de la realidad. Al fin y al cabo, como en muchos otros ámbitos, la arquitectura contemporánea se ha caracterizado por un grado de crecimiento y diversificación incontenible. Han surgido multitud de nuevas tipologías mientras que otras ya existentes se han transformado y repensado una y otra vez. En toda esa marea arquitectónica, donde se une lo nuevo y lo antiguo en una bacanal muchas veces de difícil esclarecimiento, el museo es un elemento más que nada de acuerdo a la corriente (o mejor dicho, a las corrientes).

Hay otra tipología edilicia que me parece más representativa de la realidad moderna del siglo XX. En este caso, es una tipología universal (al igual que el museo) que por obra y gracia de la labor civilizadora de Europa se ha extendido al resto de continentes (de la misma manera que el museo). De hecho, han sido muchas las culturas y civilizaciones que han adoptado esta tipología con especial entusiasmo, aunque nunca sin llegar al grado de desarrollo práctico y teórico como el demostrado en el viejo continente. En este caso, me refiero a una tipología muy particular que puede adquirir multitud de manifestaciones (como hace el museo): es el campo de concentración.

Como tal, los campos de internamiento de prisioneros constituyen un hecho universal que no obedece a una pauta temporal determinada. Si bien es cierto que el siglo XX instaura el campo de detención masivo como una realidad propia. Su puesta en marcha, su desarrollo y su efectividad no alcanzan en ningún otro momento histórico los hitos alcanzados en el reciente pasado siglo. A nivel académico, se entiende que la acepción moderna del campo de concentración surgiría con motivo de los conflictos coloniales que vivió España a finales del siglo XIX en Cuba y Filipinas y alcanzaría su punto de mayor desarrollo gracias al ingenio alemán a mediados de siglo, durante la Segunda Guerra Mundial. El campo de concentración, demostración arquitectónica de las bondades humanas, no puede someterse solo a estos dos ejemplos, ni siquiera a la magnitud del exterminio nazi; los campos de concentración, entendidos como arquitecturas destinadas a la reclusión masiva de cualquier grupo oponente por las más diversas causas, han existido en todos los continentes: se han documentado en Estados Unidos, en Sudamérica, en Asia… El campo de concentración es un hecho universal.

Y, sin duda, resume mejor que cualquier otra tipología la verdadera esencia de la especie humana. Los museos pretenden convertirse en templos sacrosantos de los logros de la humanidad. Sin embargo, los campos de concentración presumen de haber obtenido ese mérito mucho antes y de una forma menos deliberada. Todo el odio del que ha sido capaz el hombre se ha resumido en esas arquitecturas, muchas de ellas eventuales, que han jalonado todos y cada uno de los rincones de nuestro planeta. Y su efecto pernicioso se ha hecho notar a millones y millones de personas. Por lo tanto, su alcance, podríamos asegurar, ha sido mucho mayor que el de todos los museos del mundo juntos. Los campos de concentración obedecen siempre a una idea preconcebida. 

Deben resolver multitud de problemas derivados de su propia gestión mediante concienzudos proyectos que resuelvan, a bajo coste, todos estos inconvenientes. Los campos de concentración son auténticas células arquitectónicas donde el ser humano se encuentra sometido a la brutalidad más desconcertante de la que son capaces sus propios congéneres.

Desde el punto de vista meramente funcional y espacial, es la única tipología arquitectónica existente que no tiene salida. Solo una única entrada donde pretenden hacernos creer que el trabajo nos hará libres.
Luis Pérez Armiño

sábado, 2 de agosto de 2014

Ensayos tipológicos (2 de 3)

En el transcurrir histórico, y al amparo de nuestra actual modernidad, nuevas y sorprendentes tipologías arquitectónicas se han sucedido. Dependiendo de la fuente consultada y de la especialidad académica del autor, surgirán multitud de propuestas que tratan de establecer una tipología que defina la arquitectura del siglo XX, todas válidas. De especial interés me parece aquella que insiste en considerar al museo, como hecho arquitectónico que encierra todo un complejo entramado cultural y social entre sus muros, el edificio que define al siglo XX. Y me llama la atención por tratarse de una arquitectura que, pese a lo que pretenden las buenas intenciones de sus gestores, está empeñada en resguardarse en un pasado que le protege de las convulsiones del presente.

Después de la destrucción generalizada de la Segunda Guerra Mundial, cierta intelectualidad hizo de la necesidad virtud y comprendió el enorme potencial regenerador que podría surgir de un proceso tan destructor y apocalíptico como la última contienda mundial. Todo el viejo continente había sido arrasado de la noche a la mañana. Dos mil años de historia perecieron bajo toneladas de bombas en una demostración impúdica de los prodigios de la moderna industria bélica.

El panorama, desolador, ofrecía un campo yermo sobre el que ensayar modernas teorías que deberían reconstruir un mundo nuevo donde las recientes atrocidades bélicas no tuvieran sentido. Por otra parte, la enorme destrucción causada al patrimonio cultural europeo hizo notar la necesidad de articular todo tipo de medidas, teóricas y prácticas, que asegurasen la salvaguardia del patrimonio histórico de la humanidad. Es el momento de las grandes recomendaciones y los discursos llenos de loables declaraciones que abogaban por un futuro de paz y prosperidad (no es necesario insistir en lo inútil de todos aquellos propósitos). En este ambiente, la comunidad museística, adoptando como base todo el corpus desarrollado durante dos siglos de experiencias y ensayos, decidió replantear una moderna museología que reorientase, incluso, la razón de ser de tan venerables instituciones.

Entonces se escriben multitud de tratados y propuestas teóricas que tratan de convertir el museo en un ente dinámico y educador, capaz de transformar la propia sociedad a la que sirve mediante el disfrute estético y didáctico de lo patrimonial. Se suceden las teorías y contra – teorías, los ensayos y, cómo no, los errores. Se abogaba por un centro museístico que no fuese solo un centro de documentación o un simple almacén de viejos tesoros. Se llegó a proponer, incluso, un museo que fuera de sus muros fuese capaz de imbricarse con su propio territorio envolviendo a la población en una tarea llamada a generar una alta cultura que fomentase el entendimiento y la paz entre los pueblos del mundo… Lejos quedaron aquellos bellos propósitos que tuvieron como único final engrosar sesudas y complicadas teorías y discusiones en torno a la museología y los museos.

Mientras, la arquitectura decidió hacer suyo el museo y lo convirtió en tipología autónoma y propia que, poco a poco, fue creciendo hasta desbordar, al final, a la propia arquitectura. Obras faraónicas y majestuosas, muchas veces incomprendidas y la mayoría de las ocasiones incomprensibles, que se asentaban orgullosas en medio de viejas ciudades con pretensión de nuevos ricos. No fueron extraños los casos en que los museos se convirtieron en presuntuosas cajas que imponían un profundo respeto. Los museos volvieron a ser templos sagrados, esta vez dedicados a nuevos dioses, que muchos preferían no profanar.

El museo se pretendía amo y señor del siglo XX.

Luis Pérez Armiño