sábado, 26 de julio de 2014

Ensayos tipológicos (1 de 3)

Occidente peca de muchos defectos y excesivos vicios. Uno de ellos es, sin duda, su interés insano por todo lo referido al pasado. No existe ninguna otra civilización que muestre empeño tan enfermizo por los hechos del pasado haciendo oídos sordos de aquella afirmación, tan evidente como cierta, que dice que agua pasada no mueve molino.

La arquitectura puede suponerse como la simple apropiación del espacio. En unos casos algunos entienden la arquitectura como arte mientras que otros prefieren decantarse por su vertiente más técnica. En cualquier caso, la arquitectura ha sido una constante evolutiva desde tiempos pretéritos. Desde el punto de vista antropológico, la arquitectura ha adoptado las más variadas formas, desde las más elementales a las más complejas, siempre relacionadas con una necesidad básica y primaria de la especie humana: su protección. 
A partir de esta premisa, y de acuerdo a una línea evolutiva que no progresiva, la arquitectura se ha diversificado y se ha complicado técnicamente hasta los desarrollos actuales.

Hoy en día la arquitectura se muestra como una disciplina de gran complejidad que esconde multitud de lecturas: cultural, técnica, ecológica, etc. Tantas como el lector sea capaz de descubrir.
El paradigma ilustrado impuso la categorización necesaria de los fenómenos de la naturaleza como vía imprescindible para su estudio y comprensión. El posterior positivismo decimonónico, heredero de las luces del XVIII, adoptó una estrategia similar. A este respecto, es necesario insistir en las implicaciones de las tipologías y clasificaciones. En tiempos pasados, anteriores a la razón, la cuestión científica se decantaba por las curiosidades y las singularidades del Universo. Sin embargo, la razón impuso una nueva forma de concebir el mundo, categorizándolo en compartimentos estancos para mejorar su entendimiento. Surgían así las tipologías e, incluso, la estadística como la rama de la matemática cuya única verdad absoluta es la existencia de un error.

Las tipologías han invadido cualquier aspecto de nuestra rutinaria vida. Desde los aspectos más generales de nuestra existencia a los más nimios e insignificantes. Todos clasificamos nuestra realidad de acuerdo a una serie de categorías preestablecidas.

Y así, por ejemplo, si nos referimos a la arquitectura, encontramos diferentes tipologías: arquitectura militar, religiosa, civil, y un largo etcétera de diferentes clasificaciones. Estas tipologías se imponen en determinados momentos. Por ejemplo, en los siglos altomedievales el castillo es la construcción más representativa de un poder feudal basado en la tierra; los posteriores acontecimientos determinaron una evolución social que provocó que una nueva tipología adquiriese el protagonismo que antes tuvo el castillo. En las ciudades, primero en las italianas y en las flamencas, se impuso el palacio señorial como contrapunto al castillo. Surgía así una tipología arquitectónica que representaba un nuevo sentimiento social entroncado con el auge urbano, con una nueva estirpe nobiliaria y con nuevas formas de poder más acordes con nuestro tiempo.

Luis Pérez Armiño 


sábado, 19 de julio de 2014

Pintor o cortesano

Diego, solicitado por personajes importantes, salió un día de su casa. Todavía era un muchacho joven, defecto que atemperaba con unos sólidos conocimientos adquiridos a la vieja usanza, y un ímpetu y una maña extraña para una persona de su edad. Aunque en exceso valiente, el camino polvoriento, sacudido por un sol de justicia, se convertía ante sus analíticos ojos en un recorrido infinito que se perdía en el horizonte. Atrás quedaba su hogar, despiadado y fanático, entregado a los placeres más viles y a las pasiones más piadosas. Vivía en una ciudad que rezaba de día y fornicaba sin cesar de noche.

Todo eso dejó a su espalda. Alguien, de cierta importancia, requería de sus servicios. Ese alguien, todavía un ser desconocido, había recibido noticias sobre las proezas del joven Diego. Le habían regalado los oídos con los prodigios que surgían de las manos de aquel muchacho moreno de orígenes inciertos. Para Diego, aquel personaje que reclamaba su presencia era un monstruo gigante y poderoso que todo lo podía. Sus deseos eran órdenes; incluso para él, apenas un niño que acababa de separarse de las faldas de su madre. En su espalda todavía escocían las heridas de los varazos de su maestro.

Diego pertenecía a una familia modesta. Tanto que Diego prefería omitir el apellido paterno por vergüenza y, sobre todo, por prudencia. Todos pretendemos que los perdedores y los desafortunados se aparten de nuestro camino, queremos que se conviertan en seres invisibles que nunca han existido, con los que nunca hemos hablado o a los que nunca hemos amado. Por eso, Diego recurrió al apellido de su querida madre, mujer simple y beata, de condición humilde pero respetada en la ciudad. Fue precisamente ella la que entregó a un demasiado joven Diego a aquel maestro inflexible e incomprensible. Horas y horas de latinajos que se alternaban con trabajos serviles que libraban a aquel viejo estirado de los aspectos más sacrificados de su todavía indigna profesión.

Fue su maestro, con un capón certero en la blanda cabeza de Diego, quien le puso el primer libro entre sus manos. Letra a letra, silaba a silaba y luego palabra a palabra... el joven muchacho comprendió en poco tiempo aquel galimatías de símbolos en apariencia desordenados y sin sentido. Aquel esfuerzo intelectual se convirtió en una de las aficiones más queridas de un Diego demasiado ávido de nuevas lecturas y nuevas inquietudes.

Sin embargo, el destino es caprichoso y gusta de jugar con esperanzas y frustraciones. Un caluroso día, recogiendo agua de un pozo ya seco, el azar puso al joven Diego frente a la hija de su viejo maestro. Las miradas se cruzaron y la pasión adolescente puso el resto. El viejo sabía que Diego era un personaje dotado que pronto encontraría su sitio, con fama y gloria, más tarde o temprano. Por eso consintió e hizo la vista gorda.

Ahora sí, Diego sería la apuesta personal del maestro. El viejo tutor, persona que sabía combinar con agilidad las letras, puso todo su ingenio al servicio del joven aprendiz. Redactó cientos y cientos de cartas que recorrieron el país cantando las alabanzas de su joven discípulo. Diego era el trabajador más dotado de todos los tiempos... Sus habilidades eran tantas que eran imposibles de describir en unas pocas líneas... En su cabeza el genio rebosaba con una fuerza sobrehumana que hacía de él el más hábil artesano de todos los tiempos... Sus ojos escrutaban y despedazaban con la maestría de cirujano su entorno, mundano y vulgar, y lo convertía en algo sublime y divino… Era un rey Midas que imprimía alma a todo lo que tocaba… Contaban las gentes que un día convirtió el simple barro en oro puro tan brillante que deslumbraba con su simple vista. Una achacosa vieja, casi paralítica, se convirtió en una poderosa mujer, llena de vida y alegría, solo con un gesto del joven Diego.

Por fin, un día una carta decidió volver a manos de su maestro. Un antiguo paisano suyo, hombre poderoso e influyente, había escuchado con atención las palabras de aquel viejo sabio. Fue tal interés que despertó en él las palabras de aquel viejo compadre que decidió conocer personalmente al joven Diego.

Después de unos días, Diego se desperezó en el incómodo asiento que ocupaba en aquel quejoso carruaje. Cegado todavía por el sol, cubrió su vista con la mano para ver perdida en el horizonte la silueta de aquella magnífica ciudad, la más grande y sorprendente, el centro mismo del Universo.


Luis Pérez Armiño

sábado, 12 de julio de 2014

Del cielo al infierno

Hay dos opciones básicas:

La primera, un relato edulcorado sobre alguno de los grandes momentos sublimes de la especie humana. Qué sé yo... Una historia en torno a un cuadro o cualquier otra creación artística. Es asunto sencillo que empieza con una descripción de lo contemplado: de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo; o al revés, qué importa. El resultado es un texto, más o menos ameno, que al final no cuenta nada y solo proporciona un entretenimiento pasajero. Entretenimiento que no significa deleite. Algunos relatos, los pocos, esconden momentos llenos de asombro, de gozo y disfrute. En otras ocasiones, pueden suscitar un horroroso deseo de acribillar a balazos al escritor. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, el resultado se resume en un bostezo anodino.

La segunda opción, más placentera para quien se cree con el derecho de escribir, necesita de un objeto de odio y rencor. Elegimos un objetivo y descargamos sobre él o ella todas nuestras frustraciones y nuestro dolor. En este caso, la opinión del lector es indiferente. Lo único que importa es soltar lastre mental.

En general, la primera opción se podría calificar como amable, de buenas intenciones y mejores deseos. La segunda, por su parte, implica un descenso acelerado al infierno por el deseo de venganza. El motivo de esa primera opción no es otro que la genialidad humana; la causa de la segunda, es una cualidad tan humana y tan universal como es la estupidez humana.

La segunda opción es venganza anónima pero de autor conocido. Su objetivo se suele perder en eufemismos. No se trata ya del recurrente miedo a cualquier tipo de acción legal. Más bien es una cuestión de tratar de disimular, de mala manera, toda esa violencia verbal bajo la apariencia de una supuesta inteligencia que no es ni supuesta ni inteligente. Mera sucesión de frases penosamente resueltas que pretenden convertirse en un ameno divertimento sin repercusión mínima. Si es que tiene alguna. Pero así es el espíritu humano. Cuando el hombre, o la mujer, sufre, busca resarcirse de las formas más simples y, ante todo, cobardes. Y nada mejor que hacerlo mediante un texto que quedará perdido en la nube, que escode mucho de frustraciones y bastante de sueños que nunca llegarán a buen puerto. 

No por mucho insistir las verdades son más verdades, o las verdades se convierten en mentira... O las mentiras se convierten en verdades. Así sí.

Y hay una circunstancia que es verdad irrefutable. Un axioma de gran simpleza pero en el que encuentra acomodo todas las certezas del mundo. Pienso que es necesario insistir una y otra vez sobre la misma idea. Grabarla a fuego y hierro en los cerebros y convertir una simple cuestión de observación lógica e inteligencia objetiva en un mantra que deberíamos repetirnos cinco, diez, mil veces, nada más levantarnos y saludar así al sol. 

En mi cabeza ronda con insistencia las teorías sobre la estupidez humana de Cipolla. De hecho, creo que no es la primera vez que me detengo en el asunto. Por favor, cualquier persona que desee comprender a fondo la profundidad del pensamiento y las reflexiones del historiador que acuda a su obra. Ligera y cómoda, de fácil lectura y fácilmente comprensible. Al fin y al cabo escribe de algo tan sumamente universal como la estupidez humana. A ello se le suma el crucial papel de las especies en la erótica medieval tras los fastos funerarios de la Peste Negra y tenemos una obra completa de obligada lectura en los ámbitos académicos y que debería convertirse en nuestro libro de cabecera. En definitiva, la estupidez humana se concreta en aquellas personas que realizan acciones malvadas contra otros aún a costa de su propio malestar.

Pues, bien, la estupidez puede adoptar multitud de caras. Una de ellas se asoma con falsa modestia y engaña con sonrisas lisonjeras y una bobería que esconde una infinita estupidez, falsa y anodina, cuya única bandera es la inutilidad completa de su existencia. Lo que debería convertirse en útil experiencia no es más un recorrido insulso y sin sentido. Sin meta final ni un objetivo vital. Cuando toda tu vida la dedicas a hacer reverencias, una tras otra, sin distinguir a quién, la espalda adquiere una curvatura natural. Es mentiroso, un ser egoísta y desagradecido, que siempre apuesta por las causas injustas y la cercanía del poderoso.

Tantas y tantas historias. Serían interminables y cansinas. Mejor no insistir en el carácter mezquino y miserable de este ser cuya única razón de ser es hundir al prójimo solo para conseguir la palmada en la espalda de los poderosos y los supuestos grandes hombres.

Por eso, te lo dedico, grandísima hija de la gran puta. Qué a gusto me he quedado.

Luis Pérez Armiño



sábado, 5 de julio de 2014

Aniversario. Cuando empezó la Primera Guerra Mundial.

La Primera Guerra Mundial es la Gran Guerra. Por fin, toda una maquinaria industrial aceleraba la producción con un único objetivo: matar. El impacto del horror de la contienda se dejó sentir durante años en la Europa azotada por los bombardeos masivos y con las cicatrices todavía recientes en forma de kilómetros y kilómetros de trincheras que arañaban las ásperas y frías tierras del continente. En todo ese panorama, surgieron unos rostros desalentadores que recordaron la crueldad infinita de la guerra. Ante las cámaras posaban decenas de soldados con horribles mutilaciones. En alguna de estas instantáneas parecía que el fiero guerrero, ahora deformado, asumía con resignación su desdicha; en otras muchas, no existía un rostro que reflejase ningún estado de ánimo.

La fotografía reflejó la guerra como era, sin maquillajes ni disimulos. Atrás quedaron los viejos cuadros, óleo sobre lienzo, que retrataban unos combates amables donde solo tenían cabida los héroes y los gloriosos ejércitos, siempre impolutos, en cerradas formaciones de perfecta geometría. Los antiguos cuadros militares se recreaban en los rostros orgullosos de los vencedores y de los generales que gustaban de acicalarse con todas sus medallas y demás atavíos relucientes y pulcros. Con pinceladas de brocha gorda se ocultaban los campos de batalla regados con la sangre de otros, llenos de una indigesta cosecha de miembros salvajemente mutilados y carnes deshechas.

En Crimea y en los Estados Unidos, el caballete dejó paso a la instantánea de una industria todavía en exceso joven, pero lo suficientemente madura como para dejar constancia de la brutalidad de la guerra. En un principio, cuando primaba la composición pictórica, aquellos incipientes fotógrafos no dudaban en componer escenas y disfrazar a jóvenes sonrojados de famélicos cadáveres. Al fin y al cabo, el retrato, en blanco y negro, no permitiría precisar el estado del cuerpo que yace en el suelo junto a una batería artillera destrozada. Pero llegó 1914 y toda la maquinaria desarrollada en Europa afiló sus armas y se dedicó con saña a matar y mutilar al enemigo. Y allí estaban los fotógrafos, los primeros cronistas que dibujaron el infierno sobre la tierra.

Uno de los testimonios más espeluznantes de la locura de aquella Gran Guerra, la del 14, quedó grabada a sangre y fuego en los retratos de jóvenes soldados horriblemente mutilados. Muchachos que se vieron, de la noche a la mañana, sufriendo terribles heridas que desfiguraban de forma grotesca sus rostros, o lo poco que quedaba de ellos. Hombres que habían perdido la mandíbula en una explosión; soldados con tremendas oquedades allí donde debía haber una nariz; jóvenes siempre ciegos que perdieron los ojos y parte del cráneo por la violencia de los bombardeos; estremecedores y grotescos agujeros donde antes se abrían bocas y se susurraban palabras. La locura de la guerra encontró su carta de presentación en algunas de las imágenes más violentas que ha dejado aquella contienda desquiciada y estúpida.

Cómo explicar que aquellos seres monstruosamente deformados se correspondían con hombres. Eran muchachos que, un día, llamados por estúpidas y asesinas ideas como la patria o la nación, partieron llenos de temor hacia un paraíso infernal donde se convivía día a día con la muerte subterránea. En el mejor de los casos, un disparo certero de un francotirador enemigo, seguramente con el mismo miedo en el cuerpo, podría acabar con la agonía de vivir sepultado en una tumba esperando la muerte definitiva minuto a minuto. Lo que antes era un compañero se había convertido en un amasijo de carne que se pudría entre el lodo mientras algunos restos de carne todavía palpitaban recordando que aquel despojo fue en algún momento el único testimonio de una vida plena.

En la actualidad, esa galería de monstruos que todavía hoy causan pánico con su mera contemplación es la demostración más eficiente de la brutalidad de la guerra. La Primera Guerra Mundial puso punto y final a aquella lucha gloriosa que los pinceles de tantos y tantos pintores insistieron en retratar; una ficción irreal y fantasiosa, tanto como los cuentos infantiles, que la moderna técnica finiquitó de un plumazo con una fiereza que desbordaba el propio marco de la fotografía.

Luis Pérez Armiño