sábado, 26 de abril de 2014

¡UHP! Humilde homenaje a mi amigo Arturo



Un, dos, tres, paso, un, dos, tres, paso. ¡Firmes!... Las guerras siempre se pierden, don Arturo.

La rotación de turno en la cadena de producción de Public Felt Paper Co. tenía algo de la solemnidad del cambio de guardia real británica. Incluso del amaneramiento afectado de los evzones de la plaza Syntagma de Atenas. Era un paso marcial y digno a la vez que alegre y casual que imprimía al grueso de obreros de la compañía una coreografía acompasada y geométrica. Largas filas de trabajadores, agotados y sudorosos por largas y monótonas horas de trabajo, dejaban su puesto a una nueva remesa de hombres, hombrecillos, niños y niñas, mujeres, igualmente agotados y vencidos, que tenían que ocupar con celeridad matemática su puesto sin que la producción se detuviese. Un complicado puzzle en el que cada pieza debía estar perfectamente engranada.

La historia laboral de la fábrica se resume en el desarrollo de un programa despótico planteado desde las altas instancias de la patronal y ejecutado de forma sumaria por determinados grupos que formaban la plantilla de la compañía y que comían directamente de la palma de jefes y directivos.

La gran masa opaca y azul que componía cada uno de los ladrillos que sustentaba el complejo sistema de producción se confundía en una mancha uniforme y constante que se movía de forma unísona. Sin embargo, bajo la atenta mirada del observador, aquella forma compacta se diluía en miles de pequeñas gotas. Había todo tipo de corrientes de pensamiento y de políticas de acción; todas perfectamente desarrolladas desde la simple teoría pero sin escasa experiencia práctica; todas absolutamente entregadas a un enfrentamiento cruel y despiadado interno mientras los empresarios, perfectamente unidos y en consonancia cronométrica con las fuerzas de seguridad, asistían divertidos al triste espectáculo de aquella plebe proletaria entregada a las riñas y disputas fratricidas.

En los convulsos años del siglo anterior, cuando la compañía apenas era una triste factoría que gateaba en un recién parido mundo industrial, un barbudo pensador llegó a la cantina donde comían los trabajadores de la Public Felt Paper Co. Aprovechando el tiempo de descanso, dirigió a los pobres obreros todo tipo de soflamas. Hablaba de no sé qué supuesta igualdad que se remontaba a tiempos tan pretéritos que nadie recordaba. Insistía con vehemencia: los proletarios eran los dueños de los medios de producción y debían reivindicar su propiedad sin importarles qué dirían los amos y sus perros lacayos. Tuvo cierto éxito. Creó el Partido Colectivista de la Cartonología, conocido por sus siglas PCC. Aquellos que decidieron escucharle fueron obsequiados con un carné de cartón rojo encendido. Se anudaron un pañuelo del mismo color. Difundieron sus enseñanzas por los rincones de la fábrica.

Poco tiempo después, algunos empezaron a plantear serias dudas acerca de aquellas doctrinas de aquel pensador barbudo. Eran muy bonitas, incluso preciosas. Parecía un paraíso en la tierra. Por lo tanto, eran simples y burdas mentiras que pretendían adoctrinar a los hermanos proletarios para acallar sus voces y mantener la productividad de la empresa. Era necesaria una acción directa y contundente; los obreros debían conquistar las máquinas y hacer suya la producción, aunque fuese por la fuerza de las armas. Entonces, convencidos estaban algunos, decidieron romper y quemar con desagrado sus carnés rojos. Se deshicieron del pañuelo bermellón y lo mudaron por otro de tonos pardos. Crearon la Agrupación Libertaria de la Cartonología Autogestionaria (ALCA)

Por supuesto, los pasillos se convirtieron en lugares peligrosos. Si un obrero tocado con un pañuelo rojo se encontraba frente a un grupo de trabajadores distinguidos por sus pañuelos pardos, el primero se podía dar por perdido. Al menos, algún descalabro serio iba a sufrir. Era una situación que podía darse al revés, y la enfermería muchas veces estuvo ocupada por aquellos que decidieron quemar sus carnés.

Años después, un obrero joven y utópico consideró que podría existir una alianza antinatura con el empresariado que pudiese facilitar la vida de los humildes proletarios. Se quitó su pañuelo rojo. Una luz iluminó su pueril cerebro y se dio cuenta que si se deshacía del carné y del pañuelo sería confundidos con algún miembro del ALCA y atacado por los del PCC.  Fundó la Asociación Cartón Ingenuo, Columna Laborista – Cristiana, 3 de abril, más conocida como ACI, sección CLC, 3A. La lucha tenía un nuevo frente.

Más tarde, un obrero leía un manual de mecánica práctica. Lo cerró con fuerza y comprendió lo equivocado de los postulados de sus compañeros. Tomó papel y lápiz y puso negro sobre blanco sus propias tesis. Cuando acabó un ingente compendio de más de trescientos folios a doble cara, se vio capacitado para fundar un sindicato de rimbombante nombre…

Un hombre miraba el horizonte sentado en la playa con su hijo pequeño. El crío, siempre curioso, preguntó a su sabio padre:
-¿Dónde acaba el mar?
-El mar es infinito, hijo mío, como la estupidez - respondió el padre resignado.

Desde las alturas, James miraba satisfecho el desfile de pañuelos de miles de colores, de banderas adornadas con multitud de siglas absurdas y de hombres y mujeres dispuestos a morir matando.

Luis Pérez Armiño

sábado, 19 de abril de 2014

Paramnesia vigilada



Una paramnesia no es otra cosa que un déjà vu. Es decir, traducido de forma literal, al contado, un “ya visto”. Es esa extraña sensación ya vivida que es instantánea y que llega sin aviso. Ante un olor, un escenario o un sonido que nos remite a un pasado irreal y recurrente que suponemos haber vivido con anterioridad. Las causas últimas de este pequeño trastorno en nuestro ínfimo espacio – tiempo todavía son objeto de investigación. Por una parte, se han desarrollado determinadas teorías que bajo la etiqueta de la ciencia relacionan el déjà vu con algún tipo de alteración en los mecanismos que controlan la memoria; otras explicaciones, aborrecidas por los supuestos científicos pero, sin duda, mucho más divertidas, ponen este fenómeno en relación con ciertas dotes paranormales que nos sitúan ante la videncia de un futuro por acontecer.

La cadena de distribución de Public Felt Paper Co. se distribuye a lo largo y ancho de multitud de metros cuadrados. Nadie sabe con exactitud las dimensiones de la planta de montaje. Un secreto guardado bajo cien llaves en algún rincón. Más bien un dato que se había perdido en el enmarañado sistema de administración de la compañía. Nadie reconocía el error.

En ese laberinto de cintas, maquinarias y operarios sudorosos, se suceden los ruidos infernales y metálicos. Veinticuatro horas al día y siete días a la semana. No existían fiestas ni días de guardar. Nunca se apagaba el sistema. Era un continuo flujo de energía. Los directivos, medio de ahorro eficaz e inmediato, eliminaron todas las precauciones relativas a la salud auditiva de los operarios. Algunas voces discordantes denunciaron entre susurros en los cinco minutos del almuerzo la situación de desprotección de sus oídos. Inmediatamente fueron despedidos. Causa última: deslealtad hacia la compañía.

La seguridad era fundamental en Public Felt Paper Co. El engranaje fabril se mantenía gracias a la fidelidad absoluta de todos y cada uno de los componentes de la compañía. Era una estructura mecánica sencilla: si alguien o algo fallaba, todo el castillo de naipes se venía abajo. Era necesario mantener impoluta la lealtad de todos los miembros de esa gran familia.

En todos los pasillos existían cámaras de vigilancia. Las había fijas. Última incorporación, novedad indiscutible del sector de la vigilancia privada, era las muchas cámaras domos que empezaban a poblar los rincones de la fábrica y de las oficinas. Sencillas y efectivas, pequeños ojos oscuros e impúdicos que abarcaban todo el espacio bajo su omnipotente vista. Incluso, algunas de ellas reaccionaban ante el más mínimo movimiento y encendían como una fiera su ojo rojo y vibrante. La estancia a vigilar era iluminada con una inquietante luz de aspecto subterráneo. Eran imperceptibles para intrusos y despistados. Los responsables de seguridad de la empresa habían estudiado minuciosamente todos los puntos más conflictivos donde aquellas cámaras pudieran pasar desapercibidas.

Aquel ojo infinito era controlado desde un pequeño y opaco puesto de control. Entre sus habitantes, hasta cuatro guardias uniformados y de gesto hosco en turnos de doce horas diarias. Sus uniformes, de colores oscuros y apagados, pretendían infundir el respeto al orden y animar el sentimiento de pertenencia a la compañía. Lo vestían matones y sheriffs de tres al cuarto, recogidos en los muchos tugurios de la ciudad. Eran los únicos orgullosos de la placa que les acreditaba como “vigilantes de la Public Felt Paper Co”. En el cinturón, todo tipo de armas de “disuasión y control”. Algún ingeniero de brillantes luces concebía aquellas máquinas infernales pensadas para infringir daño y, llegado el caso, eliminar el potencial peligro (eufemismo para referirse a un término más preciso como “liquidar”).

En entorno de la compañía era hostil. La naturaleza es cruel y salvaje, ¿por qué no la compañía? Cualquier trabajador, o trabajadora, era vigilado/a desde que cruzaba la puerta de la fábrica. Los vigilantes, mal hablados y peor encarados, seguían a través de la cámara el día a día de cualquier persona que cruzase las puertas de Public Felt Paper Co.

Al relevar su turno, debían rendir cuentas mediante informe razonado de todas las incidencias del día. Debidamente clasificadas en orden a su importancia (número y naturaleza de altercados registrados) y fecha, se introducían en uno de los buzones situados a la entrada de las oficinas de administración. De allí, directamente y sin revisión previa, pasaban a manos de dirección para su atenta lectura y supervisión.

Luis Pérez Armiño


sábado, 12 de abril de 2014

El monstruo y un señor con bigote



Es difícil definir la administración. A veces su complejidad es una mera cuestión conceptual que pretende revestir de pompa y etiqueta actos mundanos y banales que permiten la puesta en marcha y funcionamiento de un sistema cualquiera. A veces se trata de imaginar un organismo grande, demasiado grande, que necesita ponerse en marcha y recibir suficientes órdenes para ponerse en movimiento. Sin embargo, tratándose de la administración, esas órdenes deben ir selladas y triplicadas, avaladas por infinitos negociados y compulsadas con multitud de timbres y demás garantías de las muchas secciones interesadas en la orden en cuestión.

Dos son los principios básicos: el acto y el procedimiento. Sin embargo, pese a los sesudos trabajos teóricos que tratan de delimitar con precisión milimétrica y enciclopédica estos dos vagos conceptos, nadie, todavía hoy, es capaz de explicar de forma meridiana qué significa un acto y qué implica un procedimiento.

Contaba la leyenda que la administración, especialmente la pública, en su origen era un monstruo mal encarado y de furia endemoniada. De fauces gigantescas que despedían un hedor insoportable, coronadas por hasta tres filas de dientes bien afilados. Sus ojillos se perdían en las informidades rugosas de sus párpados y eran ciegos ante todo lo que tenía lugar delante de su hocico peludo y mocoso. Sus orejas, grandes trapos que colgaban y se mantenían sordos ante el exterior. Pues bien…, dicen los más ancianos del lugar que un tormentoso día un hombre asustado se plantó ante el monstruo de la administración. Era un hombre de corta estatura, falto de pelo y miope. Tocaba su oronda cara con un pequeño mostacho bien peinado y recortado. En su mano llevaba una carpeta de cartón azul y gomas de la que sacó un papel. Con un gesto tembloroso acercó aquel folio al monstruo. En letras capitales se podía leer “FORMULARIO B-32. MODELO Sub-A1c. Certificado N32 Expediente de iniciación de trámite…”. El monstruo atrapó al pobre solicitante con sus sucias garras y de un gesto decidido y rápido se llevó a la boca a aquel desdichado. Después de masticar bien a aquel hombrecillo del bigote y tragárselo con cierto esfuerzo, emitió un profundo sonido gutural de satisfacción. Al monstruo le llamaban “Atención al Ciudadano” o algo así…

En Public Felt Paper Co. convergían las malas prácticas de la empresa pública con las políticas menos acertadas de las compañías privadas. En principio, su funcionamiento era lento y pesado, torpe y ciego. Se basaba en una serie de directivas y normas que articulaban rígidos protocolos que todos los trabajadores y las trabajadoras de la compañía debían seguir con una absoluta fidelidad. Por otra parte, había adoptado el modo de proceder privado garantizando una total inestabilidad laboral a sus empleados y empleadas y unos sueldos paupérrimos con unas condiciones totalmente infrahumanas y aberrantes.

Todo ese entramado era manejado por un laberíntico complejo administrativo. Las oficinas de los gestores y administradores solían disponerse en las plantas altas del edificio. La arquitectura adoptada por la compañía trataba de reflejar sin disimulo la propia jerarquía existente en la empresa. Así, la cadena de producción ocupaba las plantas inferiores y, por encima, se situaban los espacios administrativos.

Nadie en administración disponía de despacho propio. Eran grandes y diáfanos espacios sólo delimitados por pequeños paneles de color gris anodino. Cada trabajador se procuraba suficientes paneles para delimitar su espacio vital y escapar así de la mirada inquisitorial de los superiores y de las envidas y habladurías del resto de compañeros. En cada mesa, se formaban extrañas y arriesgadas arquitecturas mediante la acumulación de documentos, expedientes, series y demás archivos que debían ser atendidos por los correspondientes oficinistas: órdenes de pago y de cobro, facturas pendientes, suministro de materias primas, reclamaciones y pedidos de material de oficina, cuestiones de personal, nóminas y bajas y altas… Una larga y complicada serie documental que escapaba al entendimiento humano. Un agujero negro documental donde reinaba la más pura anarquía. Tanto protocolo, tanta orden interna, convertida en simple papel mojado que nadie llegaba a comprender.

Los administrativos y administrativas eran seres grises. Enfrascados en sus papelajos a la espera de la hora del café. Los ojos rojos y llorosos, a punto de estallar. Pequeño animales encerrados detrás de su despacho. Desde la dirección de la compañía, en su sede central, se mantenía una premisa básica: los trabajadores no podían hablar entre ellos; todos debían fichar escrupulosamente a la hora de entrada y salida de su puesto de trabajo, debiendo cumplir, de forma exacta, su jornada laboral. Ni un minuto más ni un minuto menos.

Luis Pérez Armiño




sábado, 5 de abril de 2014

Organigrama. Ensayo de la colectividad jerarquizada

Public Felt Paper Co. es, ante todo, una compañía moderna. Una de las primeras en el país que puso en marcha el modelo de producción en cadena. Sus espectaculares resultados económicos avalaron una gestión delirante. Todos y cada uno de los integrantes de la empresa conocía a la perfección su lugar y su posición en esa amplia y tediosa cadena. Unos debían apilar los cartones, otros distribuir las cajas, algunos preparar glucosas y demás componentes básicos, la mayoría plegar y doblar una y otra vez, hasta mil, dos mil o tres mil veces, cartones y más cartones. Las veces que hiciesen falta. Más y más cajas...

La producción no podía fallar. Todo debía estar perfectamente engrasado. Si ocurría cualquier incidente, si uno de los peones caía enfermo o perdía algún miembro en la máquina guillotinadora, inmediatamente debía ser sustituido. Ni siquiera se podía parar la maquinaria para recuperar el brazo perdido…, o la mano…, o el dedo…, o la cabeza (cuenta la leyenda empresarial que algún operario metió su cabeza en las fauces de alguna máquina para acabar con su suplicio laboral). El miembro apuntado pasaba a ser propiedad de Publico Felt Paper Co.

El tiempo ha complicado el organigrama funcional de la empresa multiplicando los puestos y sus denominaciones. Los pasillos se han poblado de una nueva especie humana que los recorre taciturnos y cabizbajos. Es una marea ingente de trabajadores grises y abatidos encargados de las más variadas tareas de gestión. Se reconocen fácilmente por sus rostros apagados y blanquecinos, siempre tocados por unas profundas y oscuras ojeras, por su mirada vacía y perdida en unos pequeños ojos miopes ocultos bajo unas pesadas gafas. Signo indiscutible de su pertenencia al cuerpo de gestión y administración es que siempre se acompañan de pesadas carpetas repletas de amarillentos papeles clasificados de acuerdo a crípticas series documentales.

La delegación central había crecido gracias a una época de bonanza del cartón. La reinversión permitió abrir una nueva sede en otro punto de la geografía nacional. Esta filial, a su vez, pudo crear una sub - filial en otro punto de su radio de acción regional. La compañía fue expandiéndose. Con el tiempo se convirtió en un agujero negro que no dejaba escapar ni la luz.

Su organización interna respondía al típico y rígido esquema piramidal.

A la cabeza, líder indiscutible y señor último, el director de la delegación regional de Públic Felt Paper Co.: el señor James Redneck. En la empresa todo el mundo sabía que él nunca tomaba decisiones. Las dejaba para sus más variados subordinados. Era un hombre sin iniciativa ni valentía.

Todas las sedes disponían de un amplio cuerpo de gestión técnica. Era el personal que permitía el funcionamiento de una delegación. Había personal de contabilidad, de documentación, de comercialización (tanto externa como interna)…; incluso, un escuálido departamento de investigación y desarrollo.

Todo el personal disponía de una excelente formación académica. Entre sus filas se distinguían los verdaderamente convencidos de su labor, por lo general derrotados y humillados; también se encontraban multitud de ineptos incapaces de hacer la “o” con un canuto, personal que ascendía con facilidad en el entramado jerárquico de la compañía. Existía una profunda animadversión entre unos y otros que explicaba rencillas, odios y enviadas.

En el puesto inferior se encontraba la cadena de producción. Public Felt Paper Co. se alimenta de la desesperanza. Sueldos bajos y ninguna compensación en especie. Micro – contratos de escasa temporalidad y jornadas reducidas. El obrero, por lo general, aceptaba: o el contrato abusivo o la nada más absoluta, el hambre y el frío. La masa laboral de la empresa se compone de una mancha uniforme y silenciosa de azul eléctrico que se reparte por las salas de montaje y los pasillos de acuerdo a una coreografía cronometrada. La vida se rige en turnos de hasta doce horas sin respetar ni festivos ni días de guardar. Es el régimen absoluto del todo vale.

En las calles de Pooltron City se hacinan las masas proletarias sin nada que hacer. Los días eternos convertidos en pesadillas ciegas. Ese era el pozo negro donde se nutrían los responsables de recursos humanos de la compañía. La lógica era simple y matemática. Un especialista podía cobrar una retribución equis un mes. En la calle, algún ojeador de la empresa encontraría a otro especialista, desesperado y desempleado, encantado de realizar ese mismo trabajo por la mitad de ese mismo sueldo. Incluso, seguramente aceptaría no disponer de ningún tipo de seguro y renunciaría gustoso a su pensión. Era lo que los directivos de Public Felt Paper Co. denominaban racionalización de la producción. Algunos radicales se atrevían a hablar de pauperización y degradación.

No existía apenas comunicación entre los diferentes estamentos de la compañía. Todos actuaban por su cuenta y orden; la mayoría de las veces, por pura desidia y dejadez, la monotonía establecida por el compás de la maquinaria; casi siempre atemorizados, amedrentados por el miedo constante de la pérdida de ese trabajo denigrante y alienante.

Todo este complejo sistema sería imposible de funcionar sin el departamento más fundamental de la empresa: el de seguridad.

Luis Pérez Armiño