sábado, 29 de marzo de 2014

El modelo T



Hacía algunos años que la producción en cadena había entrado a bombo y platillo en la producción de cartonajes de la Public Felt Paper Co. Todos los rotativos nacionales e internacionales recogieron la satisfacción del entonces presidente de la compañía. Las fotografías, todavía en blanco y negro, mostraban a un satisfecho y orondo fundador de la compañía, el presidente en cuestión, cortando con gesto afectado y teatral la cinta que inauguraba la nueva sala de montaje de la fábrica de la delegación central. Un prodigio de la ingeniería industrial, decían los medios, un portento de los tiempos modernos que asombrarán al mundo y a las generaciones futuras, vaticinaban los corresponsales expertos en economía y sociedad.

Hasta aquel momento, la producción era enteramente manual. Líneas interminables de operarios aburridos que quemaban sus retinas entregados durante interminables jornadas a la confección de cajas, cartones y demás embalajes. Eran los tiempos primigenios de la compañía. Fundada en aquellos momentos gloriosos en los que los hombres de bien, empresarios, industriales y demás filántropos podían atiborrarse de suculentos manjares y limpiarse la comisura de los labios (por ser prudentes) con derechos sociales, laborales y demás panfletos progresistas que algunos iluminados se atrevían a reclamar.

Las manos femeninas resultaban de especial delicadeza para la confección de tipos específicos de cajas plegables. Su habilidad no decrecía, ni siquiera, cuando su día de trabajo superaba con creces las horas aconsejadas por higienistas y demás charlatanes.

En cuanto a los niños… ¿qué decir de aquellas tiernas criaturas? Algunos poseían pequeñas y graciosas manos que manejaban con una agilidad inusitada. Esos pequeños y rechonchos deditos llegaban a los lugares más insospechados.

Pero, sin duda, la principal ventaja se mantenía a la hora de las retribuciones. El señor obtenía unas horas de trabajo a precio de saldo que no tenían competencia en el mercado. Una mujer, madre y esposa, recibía, con suerte, la mitad del sueldo en comparación con el obrero más vago y malediciente de toda la empresa. ¡Cobraban incluso menos que los operarios que llegaban a sus turnos totalmente borrachos! Y los niños…, eran todavía mejor. Aquellas criaturas angelicales, de rostros demacrados y ojos huidizos se conformaban con apenas unas migajas, con una limosna insuficiente que seguramente el cabeza de familia, alcohólico y violentamente brutal, consumiría en alguna tasca de los suburbios donde se hacina esa maquinaria tan barata de carne y hueso.

La industrialización sólo aceleró este proceso. Al principio, las máquinas eran artefactos pesados y peligrosos. Muchos de los obreros que servían en las filas de la compañía desde hacía años no soportaron la presión de los tiempos modernos. Accidentes, traumas, amputaciones, aplastamientos, intoxicaciones…

El problema de verdad llegó cuando alguien, seguramente una persona que en su vida había pisado una fábrica, se empeñó en otorgar extraños derechos que lo único que consiguieron fue entorpecer el progreso. Hablaban de ideas demasiado abstractas, de salarios dignos y equitativos, de jornadas de trabajo humanas… Algunos, incluso, consideraban que el día laboral debería consistir en ¡ocho ridículas horas! No sabían de lo que hablaban. Eso supondría contratar a más personal, más gastos, encarecer el producto final… Los más radicales y violentos exigían una nueva modernidad nacida de la boca del demonio que llamaban derechos sociales…

Al final, la rendición se convirtió en victoria. Conceder todo lo que nos pedían supondría, a largo plazo, un beneficio para la clase empresarial. Trabajadores satisfechos que dispondrían de los suficientes medios como para poder dejarse su salario en los mismos productos que ellos fabricaban. Parecía una locura. Sin embargo, en alguna ocasión, incluso, funcionó. De hecho, esos derechos, una vez más, se convirtieron en mercancía de cambio, sujeta a oferta y demanda. El dueño siempre será el dueño. Sólo quedaba por inventar la publicidad.

Los trabajadores de delegación regional de Public Felt Paper Co. en Pooltron City apenas levantaban los ojos de sus responsabilidades. Cualquier distracción podía resultar fatal. Cualquier operario podría resultar herido, o lo que es peor: la cadena de producción podría detenerse.

Luis Pérez Armiño

jueves, 27 de marzo de 2014

Hoy Tampoco

En el fragor de la noche,
empachado de alcohol,
un alocado mancebo,
buscaba un poco de amor

Con más bragueta que pensar,
acechaba a esa doncella,
con la que pudiese pernoctar

Con los morros caídos
y ojos a medio cerrar,
explotaba “su encanto”,
con increíble necedad

Pasaban las horas
aumentaba la embriaguez,
nuestro amigo sucumbía
ante la estupidez

Si rumbo, y con la elegancia perdida,
no importando quién pudiera ser,
acosaba a todo aquello que se movía

No era feo nuestro amigo,
pero su etílica ansiedad,
espantaba a guapas y feas
y a cualquier ser vivo del local

Cuanto más desesperaba
nuestro “joven actor”,
más se precipitaba
en la actuación

Desinhibido y con el “calentón”
se insinuó a orto mancebo,
quiero pensar que por error

Con los primeros rayos del día
pasó, lo que había de pasar,
con el rabo entre las piernas,
nuestro amigo se echó a andar

Caminó hacía su hogar,
a amarse a si mismo,
lo que venía siendo,
de toda la vida, su especialidad

No desesperes, que la siguiente es la tuya

sábado, 22 de marzo de 2014

Tribulaciones de las iras encendidas por la pasión más entendida



James sujetó con firmeza el brazo de la señorita Evelyn. Con un gesto imperativo, falto de modales y sin ninguna cortesía, indicó a la débil mujer que debía abandonar la sala de reuniones y acompañarle a su despacho. Formando parte de la comparsa como mudos espectadores, las señoras Humper y van Fettriech asistían atónicas a aquel bochornoso espectáculo.

No comprendían cómo un hombre de la talla intelectual de James podía ofrecer su apetitosa manzana a un ser desdichado e infeliz como la señorita Hooker. Los interrogantes inundaban los pastosos cerebros de las dos ancianas y cegaban su entendimiento. Ante todo, ¿por qué?, pero sobre todo… ¿para qué? Predicación en el desierto. Los mecanismos intelectuales de James que engranaban todo su complejo sistema de egoísmos hacía tiempo que se habían puesto en marcha. Ni siquiera aquellas dos señoras petulantes y redichas merecían en estos instantes una respuesta satisfactoria o, al menos, educada. En esos momentos, a James sólo le importaba aquella manzana marchita que bailaba en las manos de la señorita Evelyn.

La señora van Fettriech abrió sus ojos descubriendo una mirada inyectada en sangre. La doctora Humper era incapaz de disimular un rostro tembloroso y blanquecino. El silencio reinaba entre las dos mujeres incapaces de sobreponerse ante la escena que había tenido lugar en aquella sala. Esperaban de James algún gesto, una palabra, algo que les infundiese confianza y ánimo. Esperaban haber podido disfrutar de la manzana que les había ofrecido. De hecho, se la hubiesen repartido de buena gana. Pero nunca hubiesen esperado que aquella mujer, inferior respecto a ellas se mirase por donde se mirase, hubiese encandilado de tal manera al Sr. Redneck hasta el punto que éste no dudase en un segundo en ofrecerle su manzana.

James dejó la sala con Evelyn del brazo. La manzana seguía en la mano de la señorita Hooker.

Un golpe sordo sorprendió a James al abrir la puerta de la Sala de Reuniones. En una esquina, con el rostro ruborizado y manoseando de forma torpe unos papeles se encontraba su secretaria Jane Wright. Sin duda, era evidente, la señorita Wright se encontraba escuchando detrás de la puerta. Sus muchos años al servicio de la empresa le habían facilitado la elaboración de complejos mapas mentales para moverse como pez en el agua por los vericuetos y pasillos de la delegación regional de Public Felt Paper Co. en Pooltron City.

James apenas se percató de la presencia de Jane en aquella esquina tratando de pasar desapercibida. La señorita Evelyn, arrastrada imperiosamente por un James desaforado, sí pudo detener su mirada en el rostro de la señorita Wright. En su cara no existían ojos; sólo dos llamas candentes y peligrosas que le lanzaban profundas miradas de odio y rencor. Evelyn se sintió atemorizada. Había oído hablar en multitud de ocasiones sobre los constantes y peligrosos ataques de celos de aquella delgaducha secretaria de James. Incluso, había recogido con incredulidad ciertos rumores que afirmaban que Jane, llena de ira, fue capaz de matar con sus propias manos a una tal señora Hem, una antigua responsable de contabilidad de la empresa que nunca llegó a conocer personalmente.

Cuando abandonaron el vestíbulo que daba paso a la Sala de Reuniones, Evelyn notó en su nuca el frío impacto de la mirada asesina de Jane. Un escalofrío recorrió su espalda y su rostro palideció. El mero roce de James podía suponer su final.

Evelyn sentía una presencia furiosa a su alrededor. Aquellos pasillos y salas de la delegación regional de Public Felt Paper Co. le resultaron agónicos e interminables. Ni siquiera cuando James cerró la puerta de su despacho la desvalida Evelyn pudo descansar. Oía extraños e inquietantes ruidos fuera del despacho del señor Redneck. Parecía como si alguien, o algo, se agazapase al otro lado de la puerta mientras emitía frustrados gemidos llenos de ira. Parecía un extraño animal que hubiese olido el miedo de su presa y no estuviese dispuesta a abandonarla.

James parecía ausente y ajeno a todos los pánicos de Evelyn. Se sentó en la silla detrás de su mesa. Evelyn se quedó quieta, temblorosa, en medio del despacho, iluminada por un triste foco amarillento. James se recostó en su silla y, entre susurros, le dijo a la mujer.

–Veamos qué sabes hacer con mi manzana.

Luis Pérez Armiño


sábado, 15 de marzo de 2014

El oxígeno como factor corruptor



El aire es pernicioso. Uno de los axiomas básicos de los mandamientos primigenios de la obtusa mente de James. El oxígeno corrompe los cuerpos que roza. El aire es un agente asesino e invisible que se introduce por la nariz y consigue la lenta muerte del cuerpo asediado. La peor de las ejecuciones. Cada bocanada de aire escribe una línea más de nuestra sentencia de muerte. El oxígeno es un veneno lento y eficaz. Incluso él, James, el señor Redneck, estaba condenado a aquella muerte agónica y cruel. Su cuerpo sucumbiría al peso de unos años lastrados por la perniciosa acción del oxígeno. Su piel se amarillearía aún más, sus ojos se hundirían en sus cuencas mientras su vista se perdería entre nubes grises; sus dientes desaparecerían de su boca dejando un horrible y deformado pozo oscuro; su aliento se volvería espeso y fétido. Sus orejas inútiles, sordas, grandes y escurridizas.

James sujetó la manzana sobre la mesa. Con un gesto torpe, la hizo girar. La leyenda grabada a punta de navaja desapareció con la fuerza centrífuga. Después de unos instantes, la manzana se paró en seco y descansó sobre la mesa de reuniones. Las frescas heridas que James había grabado empezaron a oxidarse. El mensaje se marchitaba.

James miró divertido a sus acompañantes.

La señora Humper alargó una huesuda mano que trató de hacerse con aquel delicioso fruto. Sin embargo, chocó con la mano enguantada de la distinguida señora van Fettreich. La noble mujer miró con un gesto de fastidio a la erudita anciana.

James sonreía satisfecho. Mientras aquellas viejas damas discutían de forma cómica, una osada Evelyn había arrebatado la manzana de la mesa y la sujetaba con ansia contra su pecho. Aprovechó el desconcierto causado por aquellas dos cotorras desbocadas para hacerse con la fruta y admirar cómo  la infantil grafía de James se oxidaba en la seca piel de la manzana. En sus ojos se dibujo una extraña mirada de triunfo mientras su boca se retorció en una mueca que trataba de descifrar una victoria pírrica de amargas consecuencias. Las señoras Humper y van Fettreich miraban sorprendidas con los ojos tremendamente abiertos a la atrevida secretaria.

¡Una vulgar trabajadora, una muerta de hambre que la señora Humper recogió de la suciedad de la calle, de las toscas manos de cualquier hombre dispuesto a pagar cuatro monedas por sus servicios! ¿Así pagaba aquella desagradecida los esfuerzos y los desvelos de las señoras Humper y van Fettreich? Le había procurado una ocupación digna en la que entretener sus horas apartándola del alcohol y de otros muchos vicios innombrables. Y ella, aquella señorita Hooker que ni siquiera llegaba al rango de señora, se había atrevido a arrebatarles la manzana de James.

La señora Humper parecía enrojecer. Debajo de su piel correosa se adivinaba un rumor iracundo. Sus ojos se entrecerraron y lanzaron unas miradas llenas de odio a aquella mujer delgada y ajada. La señora van Fettreich prefirió cerrar los suyos y llevarse en un gesto delicado la mano a la frente. Disimuló con formas torpes un amago de vahído. Pidió la ayuda de la señora Humper. Se sintió descompuesta al ver la manzana de James en aquellas manos serviles.

James era uno de los hombres más felices sobre la faz de la tierra. Ante sus ojos tenía lugar uno de los espectáculos que más le conmovían. Hasta tres mujeres estaban dispuestas a sacarse las entrañas por su manzana. Era una sensación de satisfacción indescriptible. Incluso, se comenta que alguna lágrima de felicidad tuvo la ocasión de escapar de sus pequeños y vidriosos ojos. Después de unos segundos de auto complacencia y de regocijo decidió que había llegado el momento de saciar su apetito. Sonrió abiertamente y dejó a la vista un pequeño y amarillento colmillo. Ensayó su mirada más seductora y se fijó en una atribulada Evelyn Hooker. La secretaria acariciaba la manzana.

James se levantó de su silla. Se arregló la corbata y se ajustó la chaqueta a su oronda barriga. Sin perder la sonrisa, le ofreció una mano a la señorita Hooker mientras le decía en un murmullo

–Vamos… y, por cierto, no olvide la manzana.

Las señoras Humper y van Fettreich se quedaron mudas e inmóviles. Sus rostros estaban pálidos. La señora van Fettreich reprimió una arcada. Parecían dos estatuas de sal.

Luis Pérez Armiño



domingo, 9 de marzo de 2014

El juicio de Paris

Reunión de pastores, oveja muerta…

O al menos eso se pensaba en los pasillos de la delegación regional de Public Felt Paper Co. cuando el Sr. Redneck, don James, cerraba la puerta de la “Sala de Reuniones Directivas y del Consejo de Administración”. Ese inconfundible sonido gravitaba e inundaba todos los espacios de la delegación. No había despacho ni oficina, ni aseo ni máquina de café que no retumbase ante el eco, por muy lejano que fuese, de la puerta de aquella sala. Los trabajadores, los empleados y demás chupatintas y subalternos en general temblaban mientras sentían un gélido aliento en sus nucas. Nunca podía salir nada bueno para ellos de aquella “Sala de Reuniones Directivas y del Consejo de Administración”.

O al menos ese rumor corría entre la plebe que habitaba los submundos de la delegación regional de Public Felt Paper Co. Sería objeto de digno interés una investigación cualificada sobre el nacimiento, evolución y muerte de los rumores de oficinas. Las noticias más insignificantes se convertían en titulares a toda página que llegaban a todos los rincones de la delegación. Todo el mundo, desde los sótanos a los áticos se daba por enterado de cualquier asunto relativo a la marcha de los negocios de Public Felt Paper Co. De hecho, todos y cada uno de los trabajadores se empeñaban hasta la saciedad para colgarse la medalla de ser cada uno de ellos el primero en haber recibido la primicia de boca del mismísimo don James.

Cuando la puerta se cerraba, los trabajadores se agazapaban tratando de evitar las incongruentes órdenes de James, se escondían como animalillos amedrentados. Sus ojos observaban con temor las consignas sin sentido y estúpidas saliesen de aquella reunión. Los trabajadores creían que en sus escondites estarían a salvo de las ridículas ordenanzas que James dictaba en esa sala.
¡Antropólogos y sociólogos del mundo, uníos e investigad el apasionante caso de la rumorología en la delegación regional de Public Felt Paper Co.!

James, mezquino y perverso, tenía entre sus aficiones más placenteras ver a sus trabajadores, mentes incultas, ignorantes y, muchas veces, incapaces, devanarse los sesos tratando de averiguar el origen y causa de los muchos rumores que el propio James, por simple diversión, se encargaba de divulgar. Sólo James era capaz de convertir en noticia cierta y verdadera cualquier rumor que manase de su flácida boca. Era una especie de rey Midas del cuchicheo, pero moderno y miserable.

Sin embargo, durante la reunión presente no se trataría de ningún asunto de interés para la empresa en general ni para sus trabajadores en particular. James se sentía magnánimo. Por esta vez, perdonaría a sus lacayos. Se sentía en muy buena compañía y eso le hacía feliz. Su rostro sonreía satisfecho ante aquella pequeña camarilla que había logrado reunir en la “Sala de Reuniones Directivas y del Consejo de Administración”. 

Luis Pérez Armiño


sábado, 1 de marzo de 2014

La reunión tipo


La “Sala de Reuniones Directivas y del Consejo de Administración”, más conocida como la “habitación del café de las mentes pensantes”, se encuentra situada en el lugar más recóndito y apartado de la delegación regional de Public Felt Paper Co. El arquitecto, hombre a sueldo de la matriz central empresarial, planeó esta ubicación para impedir que durante las sesudas reuniones de los mandamases se produjeran inconvenientes interrupciones. En definitiva, el diseñador pretendía que la baja estopa que formaba la masa asalariada y demás peonadas que trabajaban en la compañía no pudiesen dar, fortuita o intencionadamente, con la sala donde se reunían directivos y demás jerifaltes de la compañía.

Este era el espacio habilitado para celebrar las reuniones directivas. La composición era simple pero efectiva, incluso confortable. Una gran mesa de reuniones circular que apenas permitía el despliegue de cuatro o cinco comensales. Unas sillas tremendamente incómodas y desagradables a simple vista. Las reuniones solían implicar a un mayor número de personas por lo que eran habituales las rapiñas para hacerse con más asientos en las distintas dependencias de la empresa. Quién se quedaba sin silla era un hecho indiferente. En una de las paredes de la sala, una extraordinaria pantalla de televisión de última generación. Una de las adquisiciones estúpidas e inútiles de James. Referente a este aspecto es necesario anotar que esta política de adquisiciones era habitual en el Sr. Redneck: gastaba dinero sin ton ni son, sin sentido alguno, incluso sin tenerlo, por el mero hecho de despilfarrar unas cantidades ingentes que, al fin y al cabo, no eran suyas.

Una reunión tipo se establecía de acuerdo a los siguientes puntos del día que la secretaría de dirección se afanaba en hacer llegar a los convocados:

Primer punto del día: Puesta al día por parte del Sr. Redneck sobre las últimas noticias y demás asuntos de interés relacionados con la empresa que habían tenido lugar desde la última reunión previa. Este era un punto y largo extenso en el que James gustaba de prolongarse. Al fin y al cabo, no era más que el resumen amplio de sus aventuras y andazas por esos mundos de Dios. Sus relaciones, sus contactos, sus conversaciones más íntimas, sus descubrimientos y sus paseos. Todo, absolutamente todo, formaba parte de este punto. El único requisito imprescindible que debía darse en cualquier asunto a tratar en esta parte de la reunión es que debía ser protagonizado por James.

Segundo punto del día: Actualidad económica y/o financiera de la empresa. Otro de los puntos más apasionantes para James. Nunca se hacía referencia a cifras o resultados contables. Era el momento propicio para que James desplegase todo un manto oscuro y pesado de pesimismo descontrolado. Por supuesto, la mala marcha de las finanzas de la delegación regional era culpa, invariablemente, de las gestiones llevadas a cabo en la matriz central.

Tercer punto del día: Previsión de actividades. Fase distendida de la reunión durante la cual directivos y altos técnicos enumeraban una retahíla de propuestas para llevar a cabo en la empresa durante el curso presente. James se dedica a escuchar aburrido mientras asiente con palpable desinterés. En el mismo instante en que considera suficientemente desahogados a sus hombres de confianza, expone su punto de vista, sus opiniones siempre destructoras, para finalizar estableciendo el plan de actividades que él considera oportuno, totalmente ajeno a lo propuesto por los participantes de la reunión, siempre beneficioso para su propia persona y/o sus conocidos y allegados.

Cuarto punto del día: Ruegos y preguntas. Como se puede suponer, la reunión se habría prolongado durante horas y horas interminables. Especialmente en el primer punto del día, el momento adecuado para hablar de los humano y de los divino y donde James dejaba al descubierto todas sus incompetencias y miedos. Sin embargo, el ambiente tedioso de la reunión, lo soporífero del discurso de James, mina la voluntad de los presentes y convocados. La sesión de ruegos y preguntas se convierte en una plegaria sorda que implora el fin de semejante tortura.

En palabras de uno de los altos ejecutivos que suele ser convocado a filas en estas angustiosas reuniones: “Sólo le pido a Dios no volver a ser convocado a una de estas reuniones. Y si el todopoderoso no escucha mis súplicas, le imploro al demonio que tenga a bien volarme la cabeza de un certero disparo antes de volver a cruzar la maldita puerta del infierno, más conocido como “Sala de Reuniones Directivas y del Consejo de Administración” o “habitación del café de las mentes pensantes”.

James invitó a las flamantes componentes de la junta directiva de la Fundación de Ayuda al Menesteroso y Socorro al Desvalido a entrar en la “Sala de Reuniones Directivas y del Consejo de Administración”. Después, comprobó que nadie se había percatado de todas aquellas mujeres que habían pasado a la “habitación del café de las mentes pensantes”. Cerró la puerta de un portazo.

Luis Pérez Armiño