martes, 30 de julio de 2013

La despiadada hidra

He leido un reportaje que me ha hecho reflexionar sobre un tema de gran calado social y al que no se le da, por lo menos desde las instituciones, la importancia que se debiera. El reportaje en cuestión habla de un  método de adelgazamiento basado en el Mango Africano. Parece ser que con este método se pierden unos doce kilos en un mes.

El reclamo que utilizaron fue una, menos que más, conocida reportera que presumía de escéptica ante el milagroso producto y que se prestaba como conejillo de indias, para descubrir el fraude. Una vez catado el producto, cambió de opinión, dando la razón a los fabricantes del mejunje. El resultado del Mango Africano, según atestigua, fue espectacular y a pesar de haberse quedado en los huesos, como ella misma aseguró, piensa seguir tomándolo. ¿Para qué?, me pregunto yo. Conocen tan bien el poder de la desesperación del obeso que ni siquiera se esfuerzan en hacer creíble la mentira.

El Mango Africano te lo presentan como un producto increíble que te hace perder tejido adiposo a un ritmo cuatro veces mayor que haciendo dieta y ejercicio, en un mismo periodo de tiempo. Además, te aumenta la energía y potencia los aminoácidos. Es decir, si tú tomas Mango Africano y lo combinas con café, estimularás la pérdida de peso y aumentarás la energía, acelerarás el metabolismo y tu cuerpo quemará calorías con mayor eficiencia. ¡Vamos!, lo que necesita oír una chica de quince años, por poner un ejemplo, que está obsesionada con su peso.

No sé quienes me parecen más crueles, los que jueguen con los traumas y complejos de la personas para enriquecerse, o aquellos que deben de perseguir y castigar el fraude y no hacen absolutamente nada por evitarlo. No soy dietista, pero puedo asegurar que no hay dieta milagrosa que no te dañe. Por gracia o desgracia, no hay mejor régimen que rebajar la cantidad de alimentos que consumimos, sobre todo los que contienen altas cantidades de grasas, y aumentar la actividad física. Es muy importante, en este proceso, tener fuerza de voluntad, paciencia y constancia, no hay más milagro.

Si aun así, te empeñas en hacer una dieta, por lo menos ponte en manos de un especialista. La mayoría de las dietas mágicas atentan contra la salud y en la mayoría de los casos no se consigue los resultados esperados. En otros muchos se acaba siendo víctima de nuestra propia obsesión. En la mejor de las previsiones habrás pagado la intemerata por un placebo.

Tenemos un grave problema en la sociedad con el canon de belleza, tan simple que, o eres delgado, o eres un marginal. Este problema no se ha atajado en su momento y ahora es difícil controlarlo, es más, los casos de anorexia y bulimia, cada vez con mayor frecuencia, se dan en edades más tempranas. ¿Tan difícil es que se vigilen las publicidades engañosas? 


Otro asunto, que mi mente no llega a entender, es la actitud de todos estos actores, artistas y demás gente famosa. Personas del ámbito público que ofrecen su tirón mediático por un puñado de euros, a cambio de anunciar productos mágicos. Me gustaría que, si se demuestra el fraude del producto que anuncian, se les aplique a ellos también, con todo rigor, la Ley. Alguien debería de enseñarles que la dignidad no se vende y que infligen un cuantioso daño a un gran sector de la población, al prometerles que tal producto les dejará el cuerpo como el del anunciante. Aunque parezca un absurdo, hay muchas personas poseídas por su obsesión que solo escuchan lo que quieren oir, por descabellado que sea.

domingo, 28 de julio de 2013

James y el sexo opuesto (I). Ruth Coiffeur



James, no puedes escapar. Estás encerrado, enjaulado por tus propios temores. Una lluvia torrencial inunda las calles. Todos conocemos tu innata torpeza y tu ausencia absoluta de naturalidad. Si tratases de huir por las anegadas avenidas acabarías ahogado en un turbio charco de agua grasienta y sucia. No te queda más remedio que ofrecer tu vacuno rostro y esgrimir un tímido saludo al gran Frank Meadows y señora.

Date la vuelta poco a poco. No muestres tus recelos a primera vista. Deja que fluyan poco a poco, como el hedor fétido que desprende tu boca. No tengas miedo por tu patética apariencia. Los efectos de la lluvia han multiplicado por mil tu aspecto desolador. Eres un débil y agotado animalillo entre las fauces de la fiera. Da el suficiente tiempo al Sr. Meadows para que disfrute de su posición de poder. Es lo único que necesita. Y, por supuesto, tú, James, eres un experto halagador de los poderosos. Sabes darles lo que necesitan en cada momento. Tu mera existencia se convierte en un canto a la grandeza de los demás.

–Buenos tardes, James. –Frank esbozaba una ligera sonrisa de lado mientras entornaba sus profundos y oscuros ojos. Se sabía ganador sin haberse declarado la guerra. –Veo que te ha sorprendido la tormenta.
–Buenos días… perdón, tardes, Sr. Meadows. Sí, me ha sorprendido dando un paseo. –Meras excusas balbuceadas con timidez abusiva. Sus palabras se perdían en ligeros suspiros sacudidos por movimientos espasmódicos. ­–¿Cómo se encuentra señor? ¿No se han mojado ustedes? –Dirigió una mirada huidiza a la acompañante de Frank Meadows
–No, James, no me he mojado. Siempre camino bajo cubierto. Supongo que ya conoce a mi mujer, Ruth Coiffeur. –Pasó su brazo izquierdo sobre el hombro de aquella mujer acercándola a James.
–Encantada –saludó con un gesto de desdén y una voz en exceso grave y ronca, sin mirar a los ojos bobalicones de James.

Ruth Coiffeur se apartó del desdichado James. Sostenía en su brazo izquierdo un lujoso bolso que dejaba ver en cada uno de sus rincones el noble linaje del que procedía. Mujer de corta estatura, su talle era grueso y potente. Un enorme torso que se ensanchaba en sus hombros y que, sin embargo, se anclaba con firmeza sobre dos piernas delgadas como alambres. Su rostro dejaba adivinar de forma descarnada el paso tumultuoso de los años. Su boca se hundía bajo potentes e hinchados carrillos mientras sus ojos, inexpresivos, fijaban su vista en algún lugar inconcreto a la espalda de James. Pese a la corpulencia majestuosa y varonil de su porte, su apariencia era más bien sencilla. Se veía a simple vista que Ruth no era mujer de desmanes ni de lujos excesivos. Ningún rastro aparente de maquillaje. Un simple vestido de chaqueta monocromo tocado con un sombrero de ala ancha. Excesivamente ancha. No dejaba ver ni ostentosos pendientes ni estridentes sortijas. Un simple y deslucido collar se ceñía como una horca en los pliegues de su carnoso cuello.

–¿Cómo está Usted, señora Coiffeur? –James acompañó el insípido saludo de cortesía con una excesiva inclinación de cabeza.

Su cuerpo parecía una nimiedad insignificante ante la portentosa figura de Ruth. James sujetó con delicadeza insensata la mano de la poderosa mujer y dejó caer sobre ella un beso blando y húmedo. El gesto de cortesía y adulación del Sr. Redneck se transformó en la mano de la Sra. Coiffeur en un gesto de repugnancia cansina. La consorte del “tío Frank” odiaba que hombres como James, tipejos rastreros y pusilámines, se empeñasen en presentarle sus respetos por el mero hecho de ser señora de Frank Meadows.

James se deshacía en halagos lastimeros para mayor gloria y loor del Sr. Meadows y la Sra. Coiffeur. Un hábil observador externo se hubiese percatado de la extraña y forzada sonrisa de James, de su rostro que enrojecía por momentos. James es hombre de pocas palabras, parco en sentimientos y sin ninguna capacidad para la más mínima inteligencia social. Toda la batería de lisonjas entonadas en honor del Sr. Meadows y señora no eran más que una retahíla aprendida y calada en lo más profundo de su seco cerebro.

Frank Meadows y Ruth Coiffeur se hacían acompañar de un numeroso séquito. Los matones que vigilaban las espaldas del “tío Frank” no podían disimular sus sarcásticas sonrisas al ver a aquel hombrecillo acobardado y deforme presentando sus respetos al patrón. Sólo una mujer, una joven bien parecida y de artificial melena rubia que hacía las veces de asistente del Sr. Meadows, apartaba de vez en cuando la mirada de la patética escena y dirigía sus lascivos y brillantes ojos a la fornida figura de Ruth. La Sra. Coiffeur, sintiendo la ardiente mirada en su nuca, correspondió humedeciéndose ligeramente los labios.

Luis Pérez Armiño


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domingo, 21 de julio de 2013

James al encuentro (casual y excesivamente formal)



Querido James:

Te habíamos dejado abandonado en tu nuevo medio, la calle. Tus pasos torpes y desequilibrados te habían conducido con poca soltura a través de la vía pública provocando graves desórdenes entre los viandantes. En alguna ocasión, llegó a afirmar algún testigo, la huida apresurada de hombres y mujeres, de niños y mascotas, sin orden ni concierto, provocó una avalancha humana en pequeñas callejuelas y callejones. Pero eso no es nada en comparación con el nauseabundo espectáculo de un James satisfecho de si mismo abriéndose paso entre una multitud temerosa.

Y James caminó y caminó durante horas y horas bajo el tupido sol. El tiempo volaba a su alrededor y James no era consciente ni de los minutos ni de las distancias. Al caer la tarde, con un sol todavía pendenciero y sin ganas de desaparecer de escena, el ambiente tórrido se caldeó aún más. Entre los coches, sobre los edificios, una pesada e imperceptible bruma se adueñaba lentamente del ambiente. Pesados y espesos goterones de sudor resbalaban por la frente blanca y cristalina de James. El escaso pelo se pegaba a su redondo cráneo mientras se encrespaba prodigiosamente. El aire se cargaba de electricidad. Todo apuntaba a una tormenta de verano.

Estimado señor Redneck: esperamos que la providencia tenga a bien dejar caer uno de los tormentosos rayos sobre su hueca cabeza y le fulmine de forma inmediata reduciendo su mezquina existencia a un puñado de polvo que el viento no tenga dificultades en esparcir en el olvido.

En apenas unos segundos imperceptibles, en un guiño rápido y espontáneo de ojos, la tarde se convirtió en noche cerrada teñida por unos pesados nubarrones de un tono gris amenazador. James dirigió su mirada miope hacia el cielo, tratando de esperar algo. Y ese algo llegó en forma de una gran gota de agua que, casualmente, se estrelló graciosamente en el tosco cristal derecho de las gafas de James. Fue el pistoletazo de salida para un tremendo chaparrón que transformó las calles en riadas turbulentas mientras hombres, coches y asustados animales buscaban su cobijo. James lo encontró en un estrecho soportal atiborrado de personas que rehuían su contacto. Cuando James se creía a salvo, alguien tocó su hombro con cierto hastío y dejadez. Era Frank Meadow. Un rubor impúdico invadió el cetrino rostro de James.

Frank Meadow era el alcalde de la ciudad. Su porte le predisponía de manera natural al mando inflexible. Era hombre alto, muy alto. La extrema delgadez que dejaba entrever un cuerpo fibroso y bien formado, estilizado, aumentaba la sensación de altura imponente. Su extraordinario físico hacía las delicias de sastres y modistos que se afanaban en hacerle los mejores trajes con las telas más prodigiosas. Chaquetas, chalecos, camisas y pantalones se acomodaban a la perfección a cada parte de su anatomía. Su cara era la personificación absoluta del poder y su nariz aguileña otorgaba personalidad a un rostro cuadrado de firmes mandíbulas. Con sus oscuros y penetrantes ojos más que mirar examinaba. Por último, el necesario toque de dignidad lo aportaba un elegante sombrero descuidadamente ladeado.

James se encontró ante el alcalde Meadow. Miraba impotente, con los ojos temblorosos, a través de sus cristales empañados. Los cuatro jirones que conformaban su pelo se desparramaban calados por su frente. Su rostro adquirió una cómica mueca de perplejidad, de violenta incomodidad ante la presencia apabulladora del señor Meadow. Al fin y al cabo, Frank dirigía los destinos de la ciudad con mano de hierro. Todo un ejército de funcionarios y burócratas serviles trabajaba a sus órdenes mientras una legión de asesores y hombres de confianza trazaba las líneas maestras del gobierno municipal. Pero el poder de Frank iba más allá y no existía un solo negocio legal o ilegal en la ciudad que no tuviese que rendir cuentas mensuales ante el “tío Frank”, como le llamaban en los lugares más oscuros de la ciudad. Frank Meadow era la ciudad, y Ruth Coiffeur su mujer.

Luis Pérez Armiño

miércoles, 17 de julio de 2013

El cisne feo

Soy el pavo real con las plumas más hermosas, pero no me acaban de gustar. Soy rico, guapo y joven, pero mi vida está vacía y no acabo de encontrarme a gusto. ¡Necesito estar mejor!, ¡soy un adicto a la moda!

No hay mayor masacre que la que ejerce la moda con sus adeptos, a los que va absorbiendo la vitalidad hasta neutralizarlos. Fantasmas en busca de trapos y zapatos, colgados del fitness y adoradores de la soja, un enorme negocio que sostienen el “aparente y el facsímile”. Es la tiranía de la moda en su vertiente más cruel, castigando a su masa. ¿Te quieres ver tan guapo cómo los famosos?, prepárate a sufrir como lo hacen ellos, y mucho más, eso si no te quedas antes por el camino.

La sociedad marca su propia selección natural creando una serie de pautas que todos debemos de seguir. Los sobrantes pasamos a ser marginados, el grupo secundario de los feos, los gordos, los fumadores, los que hacen puentes con palillos, los que no tienen un mercedes, o cualquier otra majadería. Estar en la élite del glamour es el trabajo más duro que existe, ya que te condena a entrar en un juego absurdo y sin salida, que sin duda va atentar contra tu bolsillo y seguramente contra tu salud. Siempre va a haber alguien más guapo, o con más dinero o con mejor tipo, dicho esto…

El mundo de la moda atiende a varios estímulos variables, factores dinámicos y un sinfín de entresijos y curiosidades que no llego a entender muy bien cual es su objetivo final, como la manía de transformar la boca en hocico, por medio del botox. Pero todo este complejo mundo está sostenido por una base muy sencilla, el dinero. El dinero tiene el poder de disfrazar a las personas, pero el hábito no hace al monje, si le quitas las plumas a un pavo real te queda un pajarraco lampiño, feo y arrugado. No hay dinero que te haga ser mejor, solo hay dinero que te hace parecer mejor.

En lugar de tanta superficialidad lo que tendría que haber es una psicosis colectiva, similar a la que se vive en la moda y la belleza, por ser mejores personas. Pero intentar ser mejor persona, paradojicamente, parece más difícil que transformar el envoltorio de uno por completo. Puedes ser odiado por todo el mundo, pero con traje de Victorio y Lucchino, y ya se sabe, ande yo elegante... ¿No es más fácil buscar el bien de otro ser humano, que acercarse a la ciencia ficción, con un cambio de imagen? ¿No es más fácil ayudar a la gente que intentar borrar lo que ya está escrito? Pues no, la tierra está llena de diablos, eso sí, que visten de Prada.

Déjate de tonterías, acéptate y ponte guapo/a dentro de tus limitaciones, que no vas a ser nunca ni George Clooney, ni Charlize Theron. Solo si entras en ese villano cosmos de apariencias serás juzgado. En ese universo tu cara sería fuente de inspiración de Jim Henson y tu cuerpo lo que se ha estado buscando desde hace años en el Proyecto Setti. Gastarás la intemerata en productos para encalarte el rostro y te irás al gimnasio una hora diaria a que te pongan a bailar esas mantecas que empiezas a plantearte pasar por cuchillo. ¿Para qué? Cuando pierdas esos kilos, te aumenten los pechos y te operes la nariz, en ese momento te darás cuenta que acabas de empezar, querrás más y más y nunca te verás bien. Ahórrate tanto sufrimiento, si en el mejor de los casos acabarás siendo una mala imitación. Por lo menos ahora te tienes en exclusividad.

Cremas, bisturíes, máquinas infernales que destrozan articulaciones, toxinas. Yo vi una cosa parecida en una exposición de la edad media, solo que tenían nombres diferentes tales como: potro, aplastacabezas, el péndulo o la cuna de Judas. La única forma de sentirse a gusto es aceptarse a si mismo, disfrutar de la vida y no torturarse con ser la más guapa, la que mejor cuerpo tiene y la que va mejor vestida.

Por alusión directa a la delgadez, uno de los sectores que se han visto más “influidos” por los cánones de belleza es la alimentación. Como por arte de birlibirloque aparecen alimentos que tienen inmunitas, ácidos omegas y otras historias que son buenas para no sé que cosa. Lo mejor de todo es que puedes comerte un caldero entero porque, sabéis que… ¡no engordan!, ¿cómo no se nos había ocurrido antes?, alimentos que no alimentan.

Todavía, sobre el “mundo light” se puede ironizar. No es tan risible la repercusión que ha tenido en la sociedad el modelo de belleza actual de chicas cadavéricas que desaparecen al ponerse de perfil. Esto ha repercutido en muchas jovencitas, jovencitos y no tan jovencitas y jovencitos. Anorexia, bulimia y muerte, eso es lo que le sobreviene a uno cuando se obsesiona por meterse en una 34. Siempre acaba uno poseido por una mirada traicionera que exige quitar más kilos donde solo queda pellejo.

Habría mucha tela que cortar en este vacío mundo que fagocita con tanta facilidad a las personas, lo que no hay es tiempo. Algún día recalaré en el tema para exponer el abuso que cometemos con los animales para estar más bellos, por hacer desaparecer una arruga, por intentar borrar un tiempo que ya ha puesto en marcha el temporizador…

domingo, 14 de julio de 2013

James Redneck de paseo



–¡Oh, James! – Exclamaban las mujeres extasiadas a tu paso entre placenteros espasmos.

James Redneck ha superado su agorafobia hace apenas unos minutos. El sol ya no supone ningún impedimento. De hecho, la luz sólo es un complemento más, un aspecto escenográfico como otro cualquiera concebido para mayor gloria de nuestro querido James Redneck.

Cuando sus ojillos se acostumbraron a la claridad del día, James fue capaz de trazar un pequeño mapa mental de la situación que se abría ante él. Una calle ancha, de aceras resbaladizas y sucias a más no poder. En el asfalto, dos o tres carriles repletos de vehículos malhumorados perdiéndose a toda velocidad en una curva a su espalda. Un rápido cálculo mental y todo estaba preparado para la cuenta atrás. ¡Diez, nueve, ocho…! James se aferraba a la jamba de la puerta con ferocidad animal… ¡Siete, seis, cinco, cuatro…! Ya tenía su pie derecho firmemente anclado en el suelo público de la acera, ahora sólo quedaba traspasar el umbral con su temblorosa pierna izquierda y exponerse al escrutinio de la opinión pública… Tres, dos, uno y… ¡CERO!

Un estruendo ensordecedor y un profundo dolor en su pequeña y porcina mano. Alguien, desde dentro, un ser desconocido, había propinado un certero golpe en la mano anclada en la puerta. James se vio envuelto por la atmósfera agobiante de un espacio abierto y excesivamente luminoso. Pero no sucedió nada digno de mención. James se miró de arriba abajo toqueteando su rechoncho cuerpo esperando encontrar alguna herida o, al menos, una simple magulladura que sirviese de sello que certificase la valentía audaz de su proeza. Nada, no había absolutamente nada. Sólo su redondo cuerpo expuesto al sol abrasador del mediodía.

El peor paso ya estaba dado. Era como tirarse a una piscina llena de agua gélida el primer día de verano. El rito de paso primigenio y básico se había superado. La calle era suya.

Los primeros pasos mojigatos y temerosos son recuerdo del pasado. Sus zancadas abarcan metros y metros de sofocante acera. Los paisajes se suceden ante el desfile majestuoso de James Redneck. Cada vez más confiado ha abandonado su postura servil para erguirse con porte desafiante ante el resto de los viandantes que tienen que apartarse ante el ímpetu de James. Su rostro muestra la extrema autoconfianza de un ser que se cree triunfador. Su hercúleo físico y su rostro apolíneo se convierten en escenario de una sonrisa autosatisfecha, en cierto punto burlona, del que se sabe admirado. La muchedumbre que puebla la calle se aparta a su paso y le ofrece un merecido pasillo de honor entre aplausos, vítores y ovaciones que dejan entrever las envidias mal disimuladas que levanta el semi - divino James Redneck.

–¡Agggg! – exclaman contrariadas las mujeres mientras que con un gesto maternal pretenden tapar los ojos inocentes de los niños y las niñas. Los hombres se llevan compulsivamente sus manos a la boca tratando de contener las arcadas y los vómitos que finalmente inundan la calle…

Alguien debería haber advertido del peligro a la opinión pública: ¡James Redneck está en la calle!

A cada torpe zancada, más propia de un elefante hastiado, ebrio y propenso a un delirium tremens implacable, la muchedumbre se aparta entre pavorosas convulsiones de fatídico terror. Se suceden los gestos de repugnancia. Nadie quiere ser rozado por James. Su mirada miope se acompasa con su sonrisa bobalicona y su paso arrítmico. Sus brazos se tambalean desacompasados con su absurda marcha. Parecen anodinos gusanos independientes que tratan de zafarse del grasiento torso de James. Los viandantes se funden con las paredes y cierran con fuerza cruel sus ojos dejando vía libre a ese ser informe, mórbido, sudoroso, de aspecto mezquino, que de repente ha creído ser dueño de la calle.

Por fin, con el sol de frente, James se aleja y se pierde en la bruma del calor del mediodía entre el tupido tráfico de la ciudad. Los paseantes respiran tranquilos viendo a la amenaza perderse entre otros pobres inocentes que ahora deberán sufrir su propio martirio. Pero esa ya no es su historia.

Luis Pérez Armiño

jueves, 11 de julio de 2013

Sabia soledad

Allí se encontraba, a la orilla del lago, como siempre, desde hacía ya cinco años. Había ido a buscar la sabiduría, y lo que encontró fue la paz. Así, día tras día, la monotonía le permitía contemplar los enrevesados entresijos que mueven al ser humano, algo que nunca se había planteado cuando convivía con otros hombres.

Observaba, con gran sorpresa, como esa energía agresiva, que trajo de su otro mundo, había desaparecido, reinando en él una placentera calma. Aquellos años insanos, años buscadores de oro, años de desprecio a los semejantes, habían terminado. Empezaba a vivir de nuevo, cerrando un ciclo y con una perspectiva enteramente distinta a aquella que le había hecho entender una realidad engañosa del mundo. Era un hombre nuevo, ahora amaba la vida.

Alejado del hombre, encontraba en la Madre Naturaleza justicia y en al lago espiritualidad. Necesitó quedarse ciego para poder volver a ver. Aquellos primeros días de miedo y frio, de incertidumbre y supervivencia, quedaban convertidos en una simple anécdota. Se había adaptado al medio y ahora recordaba, con cierta pereza, los tiempos de penumbra.

Se había percatado de que actuaba por cuenta propia, no como antes, que creía pensar, pero eran otros los que pensaban por él. Se sentía liberado de esa venda, de esa esclavitud impuesta por los dogmas sociales, convirtiendo al ser humano en una herramienta de sus más bajos deseos, los materiales.

Solo encontró una particularidad que no había cambiado en absoluto. Él hablaba y nadie le escuchaba, pero se consolaba pensando que aquí no existe el engaño ni la sensación de hablar y no ser escuchado. Nunca había estado más solo que cuando se creía acompañado.

Mirando al lago, aquel que había sido su amigo durante estos años, se sintió saciado. Tenía lo que quería y si no tenía más era porque no lo necesitaba. Había entendido que poseer más de lo indispensable no satisface, empacha, y provoca los malos sentimientos de aquel que no tiene ni para su subsistencia.

Estaba en paz consigo mismo y eso le permitía afrontar sus recuerdos malditos. Había logrado perdonarse y eso asesina el remordimiento. Sabía de sobra, porque lo había sufrido en sus propias carnes, y lo había aplicado a los demás, que el hombre es un ser necio, avariento, envidioso y macabro si piensa y actúa en sociedad. Cuando no hay que dar más justificación que a la propia alma, surge una bondad innata, otorgada por ese condescendiente sentimiento de tenerse a uno, de amarse y de vivir en avenencia consigo mismo. Solo cuando se consigue esto se está preparado para vivir con los demás. Esa reflexión le reconfortaba.

Sentado, mirando a su amigo, un pensamiento se deslizó por su mente. La sabiduría no consiste en saber mucho, sino en conocer lo necesario, pero conocerlo bien. Se pueden aprender mil mentiras y eso no le hace sabio a nadie. La avaricia, incluso de sabiduría, lleva a la falsa realidad. Hay que dominar bien aquello que te ha de servir en la vida, para hallar el verdadero conocimiento. El resto queda a los acaparadores de oro.

A pesar de estar preparado para vivir de nuevo con otros seres humanos, nuestro amigo nunca regresó a la sociedad. Su sabiduría le había convertido en un hombre muy vago.

domingo, 7 de julio de 2013

James Redneck ve la luz



Es de bien nacido ser agradecido. Gracias a cada uno y cada una de vosotros y vosotras que os habéis lanzado sin miramientos ni arrepentimientos ante vuestro teclado para mandar esa cantidad inasumible de sugerencias sobre la persona, ya querida por algunos, odiada por la mayoría, de James Redneck. Intentaremos con la colaboración de nuestro ejército de becarios – esclavos – practicandos de verano hacer un barrido entre los centenares de sugerencias para ir perfilando el nauseabundo carácter de Redneck.

Si muchas fueron las sugerencias, fueron tantas, o quizás más, las preguntas en torno a este ser endemoniado. Siendo imposible contestar a todas las cuestiones, me centraré en un interrogante insistente por parte de nuestro habitual público. En concreto, dice así: ¿Por qué llamarle James? ¿No sería más cómodo utilizar el nombre de Jim? La respuesta es simple: no.

Ese no sería más que suficiente como respuesta, ya que es mi personaje y hago con él lo que me da la gana, considero que debo justificar la negativa. Y por varias causas: la primera, porque Jim connota familiaridad e, incluso, ternura. Son sentimientos que ni mucho menos nuestro compañero Redneck despierta; en segundo lugar, porque él mismo no acepta que la gente, el resto del vulgo y la plebe a su corto entender, se dirija a su persona con semejante cercanía. Jim indica una proximidad de la que él no dispone frente a un excluyente James que le aporta dignidad y elegancia casi nobiliaria. O al menos eso opina nuestro personaje en cuestión. De hecho, ha insistido e insiste con vehemencia en que le representemos como Mr. Redneck (obviando el nombre de pila) o, en el peor de los casos, como Sr. Redneck. Por supuesto, no aceptamos, y llegamos a un acuerdo de términos medios que nos permite utilizar y registrar como marca “James Redneck”.

Mientras pulimos a James en nuestros laboratorios y consejos de redacción, hemos decidido concederle un breve descanso y orearlo en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera. Le situaremos en un lugar amplio y soleado, de anchas aceras despejadas de viandantes. Son sus primeros pasos y no queremos que tropiece con otro conciudadano. Una amplia avenida bordeada por altos y suntuosos edificios de vibrantes coloridos que reflejan con intensidad el brillo de un sol cegador. Cada ciertos tramos, un árbol de especie indescriptible pero de verde espesor, aliviando los rigores de las horas centrales del día. A sus pies, merecido homenaje a su porte indigno, se suceden teselas y baldosas de colores desacompasados, de consistencia resbaladiza y plagada de todo tipo de inmundicias propias de las vías públicas abandonadas a su suerte sin la más mínima intervención de las autoridades municipales y sus lacayos de carricoche y escoba.

Los primeros pasos son los peores. La puerta se abre y deja escapar como un torrente un cegador chorro de luz que se despliega sin orden ni concierto por toda la estancia. Nuestro querido James Redneck entorno sus ojillos de topo indefenso y trata de frenar inútilmente el poderoso rayo solar con su mano de dedos rechonchos y uñas amarillentas. Era su primera experiencia ante la luz diurna que, caprichosa y con cierta mala intención, rebuscaba entre los huecos de sus dedos almohadillados para lograr penetrar por cualquier resquicio y llegar hasta su blanquecino y lampiño rostro. Los rayos de luz jugueteaban inconscientemente con su mórbida piel.

Desde la puerta, un mocasín tímido asomó y tanteo el suelo iluminado de la calle. A tientas, el cuerpo rechoncho de James se atrevió a abandonar la seguridad de su refugio. Con la mano derecha protegiendo su vista a modo de visera, miró a uno y otro lado tratando de delimitar los peligros. Después de varias tentativas y muchas dudas, por fin, todo su cuerpo se inundó de luz aunque su mano izquierda era incapaz de desprenderse del marco de la puerta que agarraba con tenacidad. Alguien, un ser desconocido, golpeó con rabia la mano salvavidas. James, sorprendido y con gesto dolorido, recogió su pequeña garra simiesca con un alarido de dolor. En un rápido gesto, la puerta se cerró y James, de apellido Redneck, quedó abandonado a su suerte en una soleada y vacía avenida de una ciudad cualquiera.

Luis Pérez Armiño