sábado, 1 de diciembre de 2012

Mi bosón de Higgs particular



Estimados señores y señoras: tengo a bien presentarles mi particular bosón de Higgs. Creo conveniente, sin embargo, considerar y aclarar que todos tenemos nuestro pequeño bosón que nos acompaña a lo largo de toda la vida. Incluso, algunos podemos tener varios o una multitud. En ocasiones, se hacen especialmente presentes, pesados y cansinos, ansiosos por reclamar nuestra atención; pero muchas otras pasan desapercibidos, sin pena ni gloria. Todo depende del grado de atención que les prestemos. Se parecen a esos monstruos de cuento o de película que crecen y crecen cuánto más pensemos en ellos hasta convertirse en seres enormes que no nos dejan ver el sol. Volviendo al hilo inicial de nuestro estúpido argumento: he aquí uno de mis bosones de Higgs: quién se comió el primer marisco de la historia.

Prólogo. Aclaración previa

No existe ni la más mínima intención, ningún tipo de pretensión, de relatar un hecho o un acontecimiento científico. En todo caso, las líneas que siguen son meras apreciación personales sin fundamento alguno. Deseo evitar, con esta introducción, cualquier comentario malicioso o malintencionado hacia el texto y hacia mi persona. Empecemos.

Mi primer bosón de Higgs culinario

No es asunto baladí esto del primer cangrejo. ¿Quién se atrevió a comer el primer cangrejo por primera vez en la vida? La pregunta me lleva a una consideración previa que creo conveniente diferenciar adecuadamente: distingo un hecho culinario y cultural. La alimentación es un asunto de vital importancia, primario y animal, frente a una gastronomía cultural basada en el conocimiento transmitido de generación a generación cuyos fundamentos se encuentran en la experimentación y el ensayo – error científico dramáticamente ejemplificado en las muchas muertes por envenenamiento que se han dado en la historia.

Si atendemos a las clasificaciones zoológicas de moluscos, crustáceos y demás bichos marinos podremos darnos cuenta de la enorme hambruna que debió azotar a las poblaciones que se vieron obligadas a capturar estos seres para alimentarse. Siempre me surge la inquietante duda sobre qué sintió ese ser primigenio que se vio obligado a comer un centello, un buey de mar o una langosta por primera vez. Bien es cierto que se trata de animalillos suculentos, bien apreciados en la cocina y de un sabor exquisito reservado para eventos matrimoniales o fiestas de especial relevancia como la Navidad. Sin embargo, si examinamos con minuciosidad forense al ejemplar en cuestión una vez nos lo sirvan en el plato, podremos darnos cuenta de la aberración de la naturaleza que tenemos ante nuestros ojos: seres de múltiples patas, fauces malditas y temerosas que escupen espumarajos, ojillos saltones y un exoesqueleto rosado de una dureza digna de las tenazas más férreas. Pensemos en la consistencia indescriptible de la navaja o en la informidad del percebe. Por no hablar de las sepias y calamares. Esto sin entrar a referirnos en el acto salvaje y bárbaro de su consumición, en la que los primates hacen gala de su capacidad instrumental para destripar en ejemplar carnicería al inmundo animal.

Ante la monstruosidad del cangrejo, de la langosta, de la sepia, con esas formas que nos son tan ajenas, ¿qué impulsó al primer hombre o mujer a comerse semejante criatura? Sin duda, existió en todo ese proceso un momento desconocido que nunca comprenderemos y que me sublima y me embarga. Es mi particular bosón de Higgs. Ese especial momento de apenas una micra de segundo en el que todo cambió, en el que el cangrejo pasó de ser un bicho feo, de demasiadas patas y aspecto insalubre, a ser un manjar culinario. Esa es una de mis partículas de Dios, ¿qué pasó por la cabeza, qué motivo, cuál fue la razón para comerse un cangrejo? ¿Quién dio ese primer mordisco?

Luis Pérez Armiño


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