domingo, 30 de diciembre de 2012

El canguro gigante

Hemos sobrevivido. Es la primera conclusión a la que hemos llegado tras sobrepasar, vivitos y coleando, el fatídico día 21 de diciembre. Fecha infausta que los mayas decidieron establecer como la del fin del mundo. Seguramente, ahora, habrá miles de espíritus mayas que con sus carcajadas habrán roto el tradicional silencio que se suele suponer al descanso eterno. Sin embargo, no es necesario ser un avispado observador para comprobar cómo la naturaleza ha acostumbrado de sucesivos apocalipsis, cataclismos y demás hecatombes para regular los flujos naturales de la vida en la Tierra. Hace unos treinta y cinco mil años, oscuras y densas nieblas se abatían sobre la actual Australia. Miles de años de una peculiar evolución, restringida por las características básicas de un hábitat muy singular e isleño, se vieron sacudidos por el peso inexorable de la historia humana.

Las peculiaridades geográficas de Australia han marcado el desarrollo biológico de la isla. Una gran extensión de tierra dominada por un vasto desierto. El aislamiento geográfico determinó la aparición de una fauna extraña a nuestros ojos. Por ejemplo, los koalas, animales cariñosos y adorables que, sin embargo, son legendarios por su mal carácter y su comportamiento tosco para todo lo que le rodea. Se alimentan casi exclusivamente del eucalipto. Sin embargo, su mal humor parece encontrar su última razón, según algunos datos sin corroborar científicamente, por una escasa vida sexual sometida a los escasos deseos carnales de los ejemplares hembra, afectados por un único día de disponibilidad sexual al año. Lógico el carácter agrio del koala.

O qué decir de los canguros. Sólo si atendiésemos al nombre de este curioso animal y a su etimología, podremos considerar la gran especificidad de los biotipos australianos.

Sin entrar a considerar cuestiones relativas a la cronología, que considero insulsas y sin sentido en este momento, lo cierto es que los arqueólogos han podido comprobar que la llegada del ser humano a Australia coincide en el tiempo con la desaparición de grandes mamíferos en la isla. Es el caso del canguro gigante. En principio, la hecatombe y la catarsis de muchas especies animales al mismo tiempo que los humanos comenzaban la colonización del continente hace unos treinta y cinco mil años ha hecho correr ríos de tinta y ha generado un importante debate entre los investigadores. Para unos, la llegada del Homo sapiens provocaría, como se ha demostrado en otras partes del planeta, la desaparición de muchas especies; sin embargo, otros prefieren considerar las consecuencias de un cambio climático fatal para algunos y muy determinados tipos de animales que no habrían sido capaces de adaptarse a unas nuevas condiciones medioambientales.

Hace aproximadamente treinta y cinco mil años y un día, una nueva jornada comenzaba en una Australia virgen e inexplorada, llena de animales grandiosos y de curiosas formas que desempeñaban su básico papel en el escenario teatral de la naturaleza: comer o ser comido. Sin embargo, el descuidado canguro gigante levanto la vista hacia un horizonte lejano y contempló aturdido cómo se levantaban oscuras y poderosas nubes negras. Un ruido grave y continuo cada vez se hacía más ensordecedor. Todos los presagios hablaban de un mal cercano que avanzaba inexorable, provocando el pánico de todos los animales. El canguro gigante no podía dar crédito a lo que se aproximaba, salvaje, vociferante y escandaloso; hordas de curiosos seres que caminan sobre dos patas y que tienen otras dos extremidades para soportar alargados objetos de madera y piedra. En sus rostros se dibujaba la furia y el odio extremo, sin objetivo concreto, dispuesto a esparcirlo a diestro y siniestro.

El hombre, y por supuesto la mujer, habían llegado a Australia. Mientras, el inofensivo y confiado canguro gigante entonaba una triste despedida que murió ahogada bajo el instinto cazador y asesino, sin medida, del nuevo vecino.


Luis Pérez Armiño 


viernes, 28 de diciembre de 2012

Felices Saturnales caronteros



La tradición cristiana ha buscado por todos los medios anular el mundo pagano para poder encumbrarse como religión única. Es por ello que el nacimiento de Jesucristo fue un invento que se realizó para hacerlo coincidir con las fiestas paganas de “las Saturnales”, en honor a Saturno y el solsticio de invierno.  

Felices Saturnales

martes, 25 de diciembre de 2012

El crepúsculo de la aurora



Cuando Nyx abandona el mundo de los muertos, en su insistente y breve ostracismo, se divisa en el horizonte, allá por donde habitan los persas, padres de la felonía, un flamante carro tirado por níveos caballos que desciende desde los confines de la luz. Son guiadas las bestias por una majestuosa dama cuyas rosadas falanges son la llave de las puertas de Oriente a Helios, para que este extienda sus vitales brazos sobre la obra de la Madre Gea. Eos, hija de titanes, grande es tu cometido de espantar la noche anunciando la vida. Necesarias son las lágrimas de felicidad, esencia de las flores, que con cariño viertes. Digna eres de la gracia de anunciar al hombre que puede salir de su refugio; el mundo de los vivos ha retornado.
¡Salud a ti, divina Eos, hija de Hiperión!, que alumbras a todos los seres de la tierra, alejándolos de Hipnos. No les es ajeno a los que te veneran, el infame ardid que el padre Zeus cometió profanando tu felicidad. Apuesto era el bello Titono, tan apuesto como mortal. Te hurtó la conciencia y rogaste por él una vida eterna al Crónida que le concedió con maldad. Poderoso es el Crónida, dueño del rayo y señor del Universo, negándole a Átropos cortar el hilo de Titono; a Geras le ordenó continuar.
Vivieron el idilio por largo tiempo los enamorados, consumando la felicidad. Pero el avance de Cronos se mostraba implacable con el joven Titono. Día a día su cuerpo se hacía torpe y se diluía también su vitalidad. Al final, aquejado de una ancianidad perpetua que castigaba con ruda fuerza su pusilánime cuerpo, rogó a Hades que le librara del castigo y que pusiese a Átropos a trabajar. Postrado en una cuna cual lactante, sin vitalidad para dar paso alguno, esperaba con ansiedad que Hades atendiese a su ruego. No era pródigo en concesiones el señor del inframundo, pero quiso esta vez apiadarse de Titono y le concedió la bendición de la oscuridad. Con la muerte halló la paz y la calma. Quedó reencarnado en cigarra.

sábado, 22 de diciembre de 2012

La piedra



La tardo – modernidad, de nuevo, ha denigrado el refranero popular. En general, todo lo que huele a tradicional se esconde, se disimula y se arrincona con cierto sentimiento de vergüenza ante lo que son considerados como conocimientos arcanos, cercanos a la superstición y a la superchería ignorante. Existe una cierta tendencia a escuchar con desinterés, incluso con desidia, los consejos, antes sabios y bien considerados, de las abuelas y de los paisanos y habitantes del campo que con una simple mirada al horizonte y el desciframiento atento del lenguaje oculto de cigarras y saltamontes eran capaces de elaborar un concienzudo parte meteorológico para el resto de la semana. Es por eso que desechamos el refranero popular y lo consideramos en exceso obvio y no necesariamente digno como para reflexionar mínimamente sobre el mismo.

A veces escuchamos aquello tan manido y repetido de “…el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra…”. Y por cuestiones de igualdad en cuanto al género, os aseguro que las mujeres también tropiezan… aunque menos.

De hecho, a nivel historiográfico, los investigadores suelen utilizar la enumeración ordinal de los hechos que estudian para clasificarlos de una forma sistemática y coherente. Y curiosamente, esos hechos suelen coincidir con grandes tragedias y cataclismos que se han enraizado en la sociedad profundamente como enormes cicatrices. Es el caso de las llamadas guerras mundiales. La humanidad no sólo se conformó con una primera, larga, sangrienta y en la que se puso sobre el tablero toda la brutalidad cruel y deshumanizada de una reciente industrialización puesta al servicio de la muerte salvaje; tuvo que repetir la experiencia a las pocas décadas, mediante otra segunda gran conflagración mundial que, prácticamente, repitió escenarios y protagonistas y que demostró la enorme capacidad de la masificación de la industria mortuoria y alcanzó tintes apocalípticos. Podríamos enumerar otros muchos ejemplos de esa terca obstinación humana en repetir, una y otra vez, tragedias y demás eventos sangrantes.

Y en este contexto, en el modelo occidental triunfante, industrial y capitalizado, hemos apostado por el caballo perdedor. Nuestro modelo se sustenta en la repetitiva secuencia cíclica, a modo de una tediosa montaña rusa, en la que es necesario alternar los periodos de escasez con los de bonanza. De hecho, son muchos los teóricos del mercado conscientes de la necesidad de crisis cíclicas en periodos de tiempo progresivamente cada vez más cortos que acontecen con la mera funcionalidad de airear el mercado y otorgarle nuevas consistencias, nuevas formas para idénticos fines que perpetúen el sistema.

En el campo de la ciencia, hablando desde una perspectiva meramente metodológica, existe un curioso principio que alude a ese binomio fundamental referido al “ensayo – error”. Ante una determinada hipótesis, el científico puede proponer determinados ensayos, más o menos certeros, reproduciendo las condiciones adecuadas a la hipótesis en cuestión, para tratar de demostrarla. Según este método, tan humano, el trabajo de investigación consiste en proponer uno tras otro ensayos y ensayos; siempre y cuando fracasen, es necesario establecer un nuevo ensayo hasta que, por fin, tras un arduo trabajo, se llegue a un ensayo que no suponga un error sino que nos acerque al resultado deseado.

La incongruencia de nuestra modernidad está más que demostrada. Es el momento en que nos deberían explicar por qué se insiste, una y otra vez, en la repetición de un modelo, de un sistema muy específico, que ha mostrado su perversidad y su categórico error una y otra vez. Si el sistema no funciona, si  no es viable, si es perjudicial y pernicioso, ¿por qué insistimos una y otra vez en repetir cansinamente el mismo error? Para un observador ajeno tiene que ser divertido ver cómo nos golpeamos la cabeza repetidas veces contra la misma pared.


Luis Pérez Armiño 


viernes, 21 de diciembre de 2012

Pintura barroca española. Periodización

Comunión de Santa Teresade Juan Martín Cabezalero (1633 - 1673)
Museo Lázaro Galdiano, Madrid - Fuente
La historia se escribe en compartimentos compactos que hacen más comprensible su desarrollo. No es más que un recurso académico que pretende hacer abarcable la evolución histórica de la humanidad sin que por ello podamos obviar el carácter indivisible de su desarrollo cultural. Lo mismo sucede en el terreno artístico, donde la práctica profesional consiste en las periodizaciones de aspectos tan inabarcables como la creación estética. De un modo simple y global, es frecuente distinguir un arte moderno dentro del cual se pueden diferenciar las formas renacentistas de las barrocas. Así, en nuestro país, deslumbrados por las glorias del siglo XVII, el siglo de Oro por excelencia de nuestra cultura, los historiadores del arte han procurado establecer unos límites impermeables que delimitan la creación artística del periodo en la precisión del desarrollo cronológico secular. La pintura barroca comenzaría un año de 1600 para darse por concluida exactamente cien años después. Más cuando en 1700 se da en los reinos hispánicos el cambio dinástico que tanta trascendencia, en todos los ámbitos, habría de tener en vida española.


Adoración de los pastores, 1611 - 13
Juan Bautista Maíno
Museo del Prado, Madrid - Fuente
Esos límites tan precisos no son más que meras apreciaciones inexactas de la realidad pictórica española del XVII. Ya lo apuntaba Jonathan Brown (La edad de oro de la pintura española, 1990) cuando entendía la pintura barroca dentro de un contexto más amplio que habría que retraer hasta la segunda mitad del siglo XV o, especialmente, con la actividad de mecenazgo de Felipe II (1556 – 1598); o cuando Alfonso Pérez Sánchez (Pintura barroca en España, 1600 – 1750, 2000) insiste en las prolongaciones de las formas barrocas más allá de 1700, a pesar de la entrada de los Borbones en la corte de Madrid. La estética se mantuvo, más en los centros de producción regionales, donde una clientela en exceso conservadora, eclesial, seguía aferrada a las antiguos maneras.

Todos los especialistas, haciendo hincapié en la limitación difusa del periodo, distinguen dos momentos de especial importancia en la estética pictórica barroca española. En la definición de estos periodos es de crucial importancia entender las aportaciones foráneas a los reinos ibéricos.

Siempre se asimila la pintura barroca española con un realismo descarnado. Un realismo que debería ser matizado, como hace Joaquín Yarza Luaces, al entenderlo como una aproximación de hacer sensible lo espiritual y viceversa, otorgando un carácter dual a los postulados exigidos por la clientela religiosa.

Normalmente se asimila el realismo tenebrista que domina la primera mitad del siglo XVII con las influencias caravaggistas llegadas desde Italia, especialmente a través de la obra de Ribera en Nápoles. Sin embargo, Pérez Sánchez o Brown, entre otros, insisten en tratar de encontrar ese naturalismo tenebrista en la propia esencia estética española, tan del gusto de los realismos descarnados. Esa preferencia se vería recompensada por la presencia de artistas italianos llamados para participar en la faraónica obra escurialense de Felipe II. A partir del monasterio de El Escorial, los principios del peculiar modo pictórico italiano de finales del XVI serían asimilados por los pintores españoles desarrollando ese peculiar naturalismo tenebrista que muchos han pretendido tan ibérico.

Sagrada Familia, segunda mitad del siglo XVII
Claudio Coello
Museo de Bellas Artes de Budapest - Fuente
A mediados de siglo, coincidiendo con la subida al trono de Felipe IV (1621 - 1665), y especialmente con la construcción del palacio del Buen Retiro (a partir de 1630), nuevas corrientes marcarán el devenir artístico. En este caso predomina un barroco, triunfal, que llega desde Flandes y, en particular, a partir de las obras de Rubens, pintor especialmente apreciado por el rey español y por algunos miembros entendidos de su Corte más próxima. Los pintores españoles, especialmente los relacionados con los ambientes cortesanos, pudieron admirar este nuevo barroco glorioso, pleno, teatral y lleno de colorido y movimiento que festeja una Iglesia católica triunfante. Con el ocaso del siglo, este barroco exultante de origen flamenco se ve enriquecido con la llegada de pintores italianos, fresquistas en concreto (Mitelli y Colonna, más tarde Luca Giordano) que no hacen más que ahondar en esa idea victoriosa del barroco pictórico.

Entendiendo la permeabilidad de unos límites prácticamente imposibles de establecer dependiendo de maestros, regiones y clientes, estas formas estilísticas se extenderían hasta bien mediado el siglo XVIII. Y sólo serían superadas tras la implantación de las academias que debían regir los destinos artísticos del país.

Luis Pérez Armiño

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Los santos inocentes



Las llamadas cuestiones menores solían dirimirse por consenso entre los representantes del pueblo. Solo aquellos que conocían estos encuentros sabían lo tedioso de ellos. Reuniones insulsas que muchas veces carecían de sentido alguno, pero que al ser convocadas debían de concluir en acuerdo y demasiadas veces este acuerdo se mantenía sometido ante el capricho de alguno y la intransigencia del otro. Por ello y cuando la cuestión se demoraba demasiado, cualquier instante que proporcionara un descanso era bien recibido. Así sucedió en una de estas reuniones cuando tomó la palabra un anciano que nadie conocía y que empezó a decir extrañas palabras y a hacer exagerados aspavientos, pero ninguno de los presentes osó hacerle callar. 
-Sabed hermanos que voy a ser breve, no he de ser yo quien robe vuestro tiempo, pero duro y conciso en la postulación. Decidme ¿dónde están los dioses? ¿Alguno de los aquí presentes los habéis visto? ¡No os oigo!, y me gustaría escucharos-.
Atónitos, los presentes se miraban unos a otros preguntándose con gestos de dónde había salido tal majadero. No cabe duda que proporcionaba un pequeño descanso a una dura discusión, como casi siempre, sobre una cuestión insulsa. Nadie se vio con fuerzas suficientes para terminar con tal derroche de energía.
-Pues ya que no escucho palabra alguna que sacie mi curiosidad, seré yo quien sacie vuestra ignorancia ¡Yo os diré dónde están!-. Prosiguió el anciano, clavando la mirada en el auditorio. Una mirada profunda y directa, que solo se percibe en el rostro de aquel que se sabe que ostenta la razón. La mirada del que no deja margen a la duda. -Solo existen los dioses en vuestra imaginación, en vuestro miedo, en vuestra ignorancia. Pues seguro estoy que no son más que un maquiavélico invento de aquellos que os quieren someter. El poder requiere del pueblo para existir, ¡no olvidéis esta máxima!–, dijo las últimas palabras con un marcado énfasis.
-Sin mandados no existen mandatarios. No se puede someter si no existen sometidos y es en este punto en el que entráis todos vosotros, pueblo insulso y rudo, pero clave para sostener el poder. Pues dejad que fluya mi atrevimiento, pues en mis palabras encontrareis la solución, que no ha de ser fácil pero compensa cualquier sufrimiento. Os quito la venda de vuestros ojos y os devuelvo la mirada para que miréis de donde emana el verdadero poder, de un pueblo que lo ignora. Y ellos se aprovechan de tal circunstancia para evitar que lo asimiléis y sigáis siendo esclavos de su farsa-.
Los presentes comenzaban a sentirse incómodos. Las palabras de aquel anciano vulneraban severamente la Ley. A pesar de todo nadie se atrevió a callar a un entregado anciano que volcado en su discurso continuaba aleccionando a los presentes. 
-Nunca os habéis puesto a pensar el miedo que recorrería al tirano si alzaseis al unísono la voz contra él. Es por ello que necesita de sólidos argumentos que os sometan. Recordad que no hay mejor discurso que el del miedo y de él se nutre. Pero el miedo no está solo, pues se os priva de la educación, para que también seáis ignorantes y no descifréis el macabro juego. Ávidos estrategas no descuidaron nada en el plan y así prometieron dioses y vida eterna ¡No os preocupéis!, os dijeron, que aquel que sea manso y acate las normas vivirá eternamente en paz-.
Mientras decía estas últimas palabras pudo observar cómo se abrían paso los soldados. Antes de que llegaran a él para llevárselo preso le dio tiempo a exclamar: -Os han dado una vida miserable en la tierra con  el aliciente de una vida eterna. Se despojaron de su responsabilidad como vuestros ejecutores y para refrendar la injuria a la que os someten concibieron a los dioses. No somos nosotros quienes juzgamos, sino los seres que están por encima del bien y del mal, así pues obedeced, os dijeron, sino os atormentareis en el Tártaro. Preguntaros sobre la razón de que omitan las reglas divinas y se limiten a disfrutar de las riquezas que vosotros mismos les habéis proporcionado ¿No son acaso las doctrinas divinas comunes para todos los humanos? Os acabo de enseñar el camino de la libertad, queda en vosotros tomarlo. Tan importante es lo que os he dicho que pago con mi vida el mensaje-.
Así terminó el discurso, entre empellones de los soldados que invitaban al anciano de esta forma tan poco amable a que les acompañara a los calabozos. Según se alejaban volvía la normalidad a la plaza y los presentes se preparaban para seguir dirimiendo la absurda cuestión que había sido interrumpida por aquel extraño orador.

Días después y en la misma plaza se volvió a ver al anciano en circunstancias bien distintas, pues iba camino al patíbulo. Tanta justicia divina que le fue predicado en un farandulero y amañado juicio, tanta blasfemia de la que era acusado camino al cadalso, mas no hubo verdugo alguno que no fuese el hombre. Pero aquellas palabras quedaron grabadas en la cabeza del que sería en un cercano futuro un gran hombre.