domingo, 28 de octubre de 2012

Historia del gafe



Una partida de caza es un asunto peligroso. Hay que manejar con gran precaución las armas y prever las posibles incidencias derivadas de su uso alocado e inconsciente. El saber popular ya lo tenía en cuenta cuando afirmaba con gran razón aquello de “…las armas las carga el diablo”, frase que ha acompañado tantas infancias tuteladas por previsoras madres. La historia está repleta de momentos fatídicos derivados de la actividad cinegética. Incluso, podríamos hacer un breve y somero repaso a la trayectoria de nuestra querida dinastía reinante para comprobar la peligrosidad del armamento en las manos inapropiadas y en el momento justo. La caza se ha convertido en muchas ocasiones a lo largo del relato histórico en el ocasión oportuna para dirimir altas cuestiones políticas y dinásticas demostrando aquella afirmación tan bella como cierta de “Homo homini lupus est”, latinejo debido a Plauto muy propio de antiguas lecciones escolares que podría traducirse por “el hombre es un lobo para el hombre”.

La peligrosidad cinegética es una constante. De hecho, si ahora el peligro se traduce en la escasa pericia del compañero de caza, en la antigüedad los riesgos derivaban de la propia bestia a la que se pretendía dar caza. La cueva de Shanidar, en el actual Irán, nos ha dejado un importante vestigio de los sufrimientos y penalidades que nuestros antepasados debían sufrir para llevarse un insignificante trozo de mamut, uro o lo que fuese, a la boca.

Dentro de toda la riqueza arqueológica que ha deparado la cueva, la exhumación de un enterramiento particular ha despertado un acalorado interés. No tanto por la demostración más que evidente de la capacidad simbólica de esos parientes lejanos que se han perdido en el inexorable tiempo bajo la acuciante crueldad de la naturaleza y sus recurrentes extinciones. Más bien, toda la atención se centra en el propio individuo enterrado.

¡Estamos ante el primer gafe y desgraciado demostrado científicamente de la historia! Según los análisis efectuados sobre los restos óseos, este pobre neandertal responde a lo que en la actualidad consideraríamos como un verdadero piltrafilla. Probablemente sufriría una sordera considerable; para más inri, por algún motivo extraño, quizás una peligrosa partida de caza, había recibido un brutal golpe en la cabeza que le había deformado el rostro; esta cuestión tan antiestética no tendría mayor importancia que la repugnancia, en mayor o menor grado, que causaría a sus vecinos y compañeros si no fuese porque además le provocó la perdida de la visión en un ojo; pero además, producto del brutal golpe, su cerebro se vio afectado, lo que le provocó la atrofia de toda la parte derecha de su cuerpo con un brazo inutilizado y una pierna renqueante; los huesos de su pierna mostraban una dolorosa ruptura múltiple; por último, y por no ensañarnos más con este pobre individuo, se le amputó el brazo a la altura del codo. En definitiva, estaba hecho todo un cromo. Continuando con los resultados de las investigaciones realizadas con motivos de este fascinante descubrimiento, los arqueólogos consideran que el individuo en cuestión falleció con 40 años, edad muy avanzada para el momento, y habría contribuido a su grupo mediante el trabajo de pieles o alguna actividad similar, incapacitado como estaba para la caza.

Sin embargo, en toda esta historia lo más sorprendente es que un individuo incapacitado, escasamente productivo, al menos en aquellas tareas de más enjundia y complejidad, las que aportaban mayores recursos al grupo, haya podido sobrevivir. Todos los investigadores parecen estar de acuerdo en que funcionaría algún sistema o mecanismo de solidaridad grupal que permitiría mantener a nuestro personaje y asegurarle una larga existencia. Una curiosa lección extraída hace miles de años que hoy nos quieren hacer creer cada vez más lejana.

Luis Pérez Armiño

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