Ostromón era un reyezuelo de uno de esos países que a
duras penas aparecen en los mapas. Estaba obsesionado con la idea de convertir
a su país en una potencia y con ello perpetuarse en la posteridad. Por esta razón, puso todo su empeño y la mayor parte de los
escasos recursos del reino en crear y fortalecer un ejército que debería
llevarle a la gloria.
Creó un ejército fuerte y disciplinado y se dispuso a llevar a cabo su macabro plan. La primera víctima fue su vecino del norte, luego les tocó a los habitantes de las tierras del este y en vista de la aparente facilidad con la que rendía a sus vecinos, siguió conquistando, siguiendo
las agujas del reloj y en orden concéntrico, hasta doblegar otros siete países.
Inflado
de gloria y embravecido, Ostromón estaba obsesionado con dominar el universo, solo vivía por y para la guerra. La comodidad con la que vencía a sus rivales desvirtuó su realidad, convirtiéndole en un demente ávido de poder. Había
conquistado todos los pequeños estados que le rodeaban y gobernaba un reino fuerte. Se sentía recio, con el mundo a sus pies, pero aún quería más. Una cuestión que se antojaba
bien complicada, ya que por un lado el limes se perfilaba con el mar y donde no
había mar estaba el Imperio.
Cada vez más convencido de que era un enviado divino, el
elegido para gobernar el mundo, Ostromón decidió que había llegado la hora de medir
fuerzas con el mismísimo Emperador. Sabía que tras derrotar al Imperio sería
el único dueño y señor del universo. Su país era fuerte, con una población diez
veces mayor que su territorio original y su ejército había crecido en una proporción similar y estaba más preparado que nunca para la guerra.
Enajenado por su “alter ego”, se puso personalmente al
mando del ejército y ordenó entrar en el territorio imperial. En el avance por suelo hostil tan solo se encontraron con nítidos focos de resistencia, circunstancia
que sorprendía a los invasores, que continuaban su camino hacía la capital
imperial. Poseído por su vanidad, Ostromón creyó que el Emperador, ante la
imposibilidad de enfrentarse a su genialidad militar, había huido bien lejos, dejando el Imperio a su merced. ¡Cuál equivocada era la realidad percibida por Ostromón! A tan solo una jornada de la capital, el ejército del confiado
Ostromón fue emboscado en un escarpado paso natural de difícil maniobrabilidad. La milicia del Emperador, cinco veces mayor en número, cerro
los dos accesos del paso y pilló a las huestes de Ostromón en un fuego cruzado.
La batalla fue breve y los invasores neutralizados.
El Emperador, al contrario que su soberbio rival, no menospreció
al ambicioso caudillo y esperó el momento propicio para asestar un golpe
definitivo. Ostromón, por su parte, estaba sorprendido y no salía de su asombro.
Preso y esperando que se ejecutara su sentencia meditaba sobre sus actuaciones,
intentando hallar respuesta a su degradante derrota. El gran Ostromón, que había doblegado al resto
de reinos, había sido derrotado de forma humillante. Saboreaba la misma hiel que
había dado a probar a sus conquistados y no le gustaba.
Aunque tarde, Ostromón aprendió tres lecciones:
1ª La humildad es una cualidad muy preciada. Se había convertido en un ser engreido y ambicioso, no teniendo más sentido para él que el poder y la
gloria que se consigue aplastando a terceros.
2ª No hay que menospreciar al enemigo, y menos a uno
poderoso.
3ª Siempre hay alguien más fuerte que tú.
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