martes, 24 de enero de 2012

¿Quién soy yo para decir lo contrario?

Conocida la existencia entre los eruditos del lugar de un necio entregado fielmente a su simpleza, base de su felicidad, cuyo absurdo atrajo la curiosidad de los notables. Se preguntaban dónde estaba el límite de las “entendederas humanas”, cuál era el confín cognoscitivo de un mentecato. Nunca habían meditado desde su infinito conocimiento sobre la causa que lleva a una persona a distorsionar tan grotescamente la realidad. El sabio Peneas, hombre docto y respetado por todos, sugirió la posibilidad de que si se le explicaba ciertos criterios en un idioma que fuera descifrable por “el pobre diablo” lograría aleccionarle sobre la realidad de las cosas, abrirle un mundo de posibilidades, una nueva dimensión. Se encendió así un debate acalorado sobre el límite de la razón humana.

Convencido Peneas que la sabiduría siempre ha de imponerse a la incoherencia, se armó caballero de la verdad y maestro de la vida y se montó en su infinita sabiduría para enfrentarse, en su siniestra morada de sandez, a Solfón, campeón entre los necios. Profeta en tierra ajena enumeraba mentalmente, con esa presteza que otorga la convicción, un sinfín de razones que podía esgrimir contra el idiota para abrirle las entendederas.

No le fue difícil encontrar a Solfón pues era hombre popular y moraba siempre por los mismos lares. Plantado ante él Peneas distinguió a un hombrecito sucio y desaliñado. Preguntó entonces el notable al necio sobre su día a día, sobre su modo y filosofía. Deseaba enmendar la simpleza de ese hombre como fuese. Cuando Solfón le expuso, con una increíble brevedad, la naturaleza de su ser, Peneas quedó asombrado de la falta de espíritu de ese hombre y su necesidad de discernimiento. Le intentó explicar que la verdad se obtiene con la sabiduría y que había que cultivar la mente para ser un gran hombre. Peneas hablaba y hablaba, pero lo que empezó con diálogo terminó en soliloquio. La cara de Solfón era un poema, por un lado podía verse que entendía a tramos el discurso del Maestro, por otro lado se hacía palpable el poco interés por alumbrarse con las doctas palabras. Peneas porfiaba, sin encontrar audiencia a su discurso. Demasiado esfuerzo para nada, pensaba Solfón.

Ante las acometidas de Peneas, Solfón esgrimía una y otra vez la misma entonada, que acrecentaba la ira y frustración del erudito. Mantenía el bobo que no aspiraba a más que a un buen trozo de queso, vino y cohabitar con alguna dama, que “esa verdad” que le contaba no la necesitaba para nada porque ni se comía, ni se…, vaya, lo dicho, que no la encontraba utilidad para nada. No entendía de conocimientos, ni de verdades, ni de sabiduría y estaba contento con esa vida, a la que solo imploraba continuidad.

La falta de ambición de Solfón, su conformismo, y lo peor de todo, una ausencia de interés absoluta, que se clavaba en lo más profundo del ego de Peneas, encolerizaba a este último, haciéndole perder el porte por momentos. No entendía que alguien careciera de ilusiones, ni tuviera valores, ni nada de nada. No era más que un esclavo de sus necesidades biológicas, un animal. Se acaloraba intentando explicar al simplón que el ser humano está en la tierra para algo más que comer y beber, que hay que desarrollar el conocimiento. Pero volvía a estrellarse contra la indiferencia de necio. Así, después de un buen rato intentando aleccionar a su, cada vez más, abstraído pupilo, le sobrevino los cuatro males: insuficiencia, desesperación, menosprecio e impotencia. El mundo se le vino encima y estalló en ira, gritando, gesticulando violentamente, amenazando e insultando al perplejo idiota.

Hora y media duró la rabieta del obcecado sabio en su intento por abrir la mente del necio. Este último seguía en su tesitura de no mostrar interés alguno por los planteamientos de su interlocutor, pero si le sobrevino la  perplejidad al ver la disposición del encolerizado “Maestro”, al que muy de vez en cuando lograba entender en su farfullo alguna palabra aislada como estúpido, ignorante y cabezón. Cuando al fin se calmó Peneas, el necio tranquilo e inmutable le comentó:

-He oído que cuando se alimenta el alma con la verdad uno acaba sufriendo, ¿por qué razón tengo que adquirir esa verdad y pagarla con mi preciado tiempo y mi sufrimiento? Tú dices que mi realidad es falsa e ignorante, más con ello no hago daño a nadie y soy feliz. Pero no te vayas de vacío sabio Peneas, pues de ti hoy he aprendido una valiosa lección. Has conseguido que ame todavía más mi libertad, ya que he visto la furia en tus palabras. La tuya es una verdad  infeliz, incomprensiva, intolerante e impositiva, pero sobre todo fea, muy fea. Poco me quieres Peneas, que me ofreces esa casquivana verdad que necesita ser poseída por otros para que tú también la poseas. Yo por el contrario no te doy eso que llamas ignorancia, mi bien más preciado, pues no necesita de nadie más, me hace muy feliz y no la quiero compartir. Vive tu vida Peneas y deja vivir al resto, pues si te pones a pensar, tú eres el que no ves más allá de una verdad, que te aísla y te niega a tus semejantes. Te deseo que se te cumpla tu objetivo, pues de no hacerlo habrás tirado tu vida en vano, eso es todo lo que queda por decirnos-

Volvió con el rabo entre las piernas a su hogar y cuando el resto de sabios preguntaron si se había conseguido abrir los ojos al necio, Peneas contestó con aplomo: -Sí, si que consiguió abrírmelos, pues aprendí que no hay quien eche una mano a quien no se la quiere dejar echar, que la simpleza oculta una innata sabiduría y que hasta el más necio te puede aleccionar.

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